En la tarde de ayer, imágenes en directo de los disturbios
en Caracas. Feo todo: desespero de la
población, violencia, represión policial, hasta el presidente de la Asamblea
Legislativa (Parlamento), Henry Ramos Allup, muy activo en la pretendida organización de
los manifestantes y frente a las fuerzas y cuerpos de seguridad…
Venezuela es un volcán y todos lo saben. O deben saberlo.
Oficialismo y oposición. Desde hace tiempo viene rumiándose un estallido
social. Todo parece pendiente de alguna chispa que prenda y se convierta en
incontrolada. Queda la opción del autogolpe, que no hay que descartar, máxime
con los precedentes.
Situación crítica. Las imágenes eran preocupantes,
interpretables de otras que serán peores. Lo peor es que tal situación se
desarrolla con un pueblo al que le duele el estómago entre colas desesperantes
y desabastecimientos prolongados. Millones de ciudadanos quieren revocar el
mandato del presidente Maduro. Y éste que se enroca, sin límite de advertencias
que suenan a amenazas. El régimen se resiste a dejar de serlo: al contrario, es
como si quisiera desoír la voluntad popular, expresada en las urnas sin género
de dudas. La revolución palidece hasta el fracaso pero la incertidumbre azota
los horizontes y el futuro del país, a donde acuden ex gobernantes -entre
ellos, el español José Luis Rodríguez Zapatero- en busca de una mediación que
evite una catástrofe social.
El bravo pueblo del himno venezolano está fracturado. O
conmigo o contra mí: a eso se está reduciendo la realidad, el retrato doliente
de un país sacudido, pese a sus riquezas naturales, por muchos desafueros.
Ese bravo pueblo no quiere más yugos. Ese es el tema.
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