Todo lo que engloba el caso
del juez Alba pone de relieve que hay que tomarse muy en serio los problemas de
la justicia antes de que su progresiva pérdida de credibilidad alcance niveles
irreversibles. Cuando jueces, fiscales o agentes judiciales se ven envueltos en
casos de corrupción, vicios, extralimitaciones o componendas que traspasan
claramente los límites de la legalidad, una espina se clava dolorosamente en el
cuerpo social que es consciente del valor del poder judicial en una democracia
que se precie, o más sencillamente, en el marco de una convivencia social,
bastante asaeteada ya con crisis, extremismos, violencias, carencias y
derivados como para tener que comprobar -en este caso, con tristeza- que también
cuecen habas en el ámbito de la justicia.
El citado caso trasciende el propio ámbito del Tribunal
Superior de Justicia de Canarias (TSJC). Los hechos que se van conociendo, el modus operandi, las reacciones de las
asociaciones de jueces y la dimensión periodística -muy diferente, por cierto,
en los medios de las dos provincias- que ha ido adquiriendo son como un disparo
a la línea de flotación del propio sistema y su funcionamiento. Tienen que
estar impactados en la esfera judicial, siempre tan respetada pero con casos
como el de Alba, seriamente dañada. De ahí que se eche en falta una
manifestación institucional, tranquilizadora, respetuosa con todos los
elementos que concurren pero convincente y explicativa siquiera de mínimos que
trasladen a la opinión pública la sensación de que el asunto no se ha ido de
las manos procedentes. La estructura del poder judicial, sus órganos de
gobierno, no pueden ni deben estar cruzados de brazos cuando se desatan
problemas como el que nos ocupa: la ciudadanía quiere confiar en la justicia,
es consciente de que se trata de un eslabón primordial no solo para dirimir
pleitos y diferencias sino para garantizar por igual el cumplimiento de las
normas y la defensa de los derechos.
Tenemos que empezar a ser conscientes de lo que supone ver a
jueces y funcionarios públicos en general envueltos en madejas de
irregularidades, transgresiones, vicios y corruptelas. Si la crisis del sistema
judicial ha sobrevenido como consecuencia de deficiencias estructurales,
organizativas y procesales -sin olvidar las presupuestarias-, no es nada
positivo que se agrave con la cuestionada participación -por sus propias y
controvertidas decisiones- de quienes tienen que administrar justicia. Porque
se pierde credibilidad, se evaporan los principios de ecuanimidad o
imparcialidad y, automáticamente, se incrementa la desconfianza de la
ciudadanía.
Esto es lo más grave: contrastar que ni la justicia se libra
de tanta sordidez.
Muy bueno el artículo. Coincido plenamente con tu comentario, pues la justicia no sólo tiene que actuar correctamente, sino que cuando se detecte alguna desviación, debe corregirla con los mismos parámetros y castigos para sus componentes, que los que usa para el ciudadano en general.
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