Queda lejos Turquía pero lo que
allí viene sucediendo interesa desde todos los ángulos. Nos apresuramos a
exaltar que el pueblo había frenado el golpe de Estado cuyas primeras
informaciones -aparición incluida del presidente Recep Erdogan, vía dispositivo
móvil, apelando a la respuesta popular en las calles- volvieron a disparar
durante unas horas el consumo televisivo, en el que no faltaron, por cierto,
precipitadas y contradictorias apreciaciones de comentaristas que llegaron a
hablar igual de triunfo de la asonada militar que de la suerte de Erdogan antes
de que éste se explicase en pantalla. Pero…
En ese contento inicial andábamos, cuando retomar el control
de la situación significó una sucesión de situaciones que contrastaban las
peculiaridades de la democracia turca. Supimos de un primer balance de víctimas
(casi trescientos muertos y unos mil quinientos heridos) y de la auténtica
purga gubernamental posteriormente desatada: militares, jueces, fiscales,
rectores de universidad y periodistas detenidos; más de cincuenta mil
funcionarios públicos y policías, suspendidos… Eso, una purga con solución de
continuidad, que para eso ha sido decretado el estado de excepción que, a su
vez, conlleva la supresión de derechos y libertades.
La guinda -ojalá que no- sería la reimplantación de la pena
de muerte. En un país estratégico en los esquemas defensivos de Europa y del
Mediterráneo, aspirante a integrarse en la Unión Europea (UE), en el sexto
destino turístico del mundo (casi cuarenta millones de visitantes al año), el
Gobierno ha suspendido, en su deriva autoritaria y de radicalización religiosa,
la Convención Europea para los Derechos Humanos.
Y así, no es de extrañar que las autoridades turcas hayan
decidido el cierre de más de ciento treinta medios de comunicación, entre los
que hay tres agencias de noticias, veintitrés emisoras de radio, cuarenta y
cinco diarios y dieciséis estaciones de televisión. Y para que no quedase duda
de los títeres descabezados, se cuentan por decenas las licencias retiradas a
profesionales del periodismo, presuntamente vinculados a una supuesta trama
golpista o a la órbita de su inspirador, Fetulah Gulen, al parecer, exiliado en
Estados Unidos.
No se sabe bien si, con estas medidas, queda algo de la
peculiar democracia turca. Sobre todo, porque son tímidas, muy tímidas, las
voces de preocupación y desaprobación que emiten desde Occidente. Lo cierto es
que por muy lejos que esté, por muy sofisticados y exóticos tópicos que guarde
el país, y por las repercusiones en el destino turístico desde el punto de
vista competitivo, la situación presente y futura de Turquía, entre la amenaza
terrorista no disipada, la tragedia de los refugiados y el totalitarismo
emergente, interesa.
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