Muchos jueces estarán
avergonzados, seguro, con lo que viene trascendiendo de los métodos
y de los comportamientos de algunos magistrados y empresarios en el
ámbito de la Audiencia Provincial de Las Palmas. Si no hace muchos
años, la relación entre políticos y hombres de empresa se tornó
reprochable por las dudas que inspiraba pisar terrenos movedizos de
beneficios y por algunas otras connotaciones, la que ha ligado en
nuestros días a los mismos sujetos activos, tan llena de grabaciones
-se supone que ocultas y no autorizadas-, trapisondas y componendas,
revela que la carne de la judicatura es débil y que pinta fea e
intrincada la historia.
Era
inevitable, por tanto, bautizar periodísticamente como Albagate
-en
alusión al apellido de uno de los jueces implicados- el caso en el
que parecen concurrir personalismos, intereses espurios, afanes de
revancha y ambiciones incontroladas. Sin entrar en la presunción de
comportamientos ilegítimos o delictivos, demasiada sordidez. Se
entiende el bochorno, que crece a medida que los contenidos de las
grabaciones -la principal fue hallada por casualidad por la Guardia
Civil en una papelera: como si fuera necesaria más pimienta en el
pote- van publicándose, van apareciendo más personajes y van
conociéndose más episodios que, de una manera u otra, les
relacionan con reuniones y móviles plagados de turbidez.
Las consecuencias de todo
esto son fáciles de adivinar: lo fácil sería decir que en todas
partes cuecen habas y que estos hechos, llevados a la esfera
política, a una organización vecinal o recreativa, hubieran
significado un escándalo de aúpa con el consiguiente impacto
mediático. Pero es la credibilidad de uno de los poderes del Estado,
el judicial -el que damos por hecho que es independiente y que merece
el máximo respeto- lo que está en juego y que tal como deviene el
caudal de información específica, va mermando en proporciones
considerables. “Ya no se puede creer ni en la justicia”, es una
frase muy repetida en estos días en círculos sociales tras acceder
a los audios y las transcripciones. Si los jueces se prestan a esto,
se dice, si les graban y no se enteran, si lo hacen para fastidiar a
colegas y compañeros, si se conducen de forma torticera, ¿por qué
nos extrañamos de que sean políticos quienes protagonicen estos
hechos? ¿O estamos, simple y llanamente, ante otra prueba patológica
de la sociedad que nos ha tocado vivir?
Damos
también por sentado que el gobierno de los jueces es el primer
interesado en el esclarecimiento de los hechos. Y que se habrán
abierto expedientes y adoptado las primeras medidas para tal fin.
Pero no basta con actuaciones internas: si tanta transparencia se
demanda, la población tiene derecho a saber el por qué de esta
desvergüenza, quiénes sus responsables y cuáles las consecuencias.
Sí, ya: lo del corporativismo y tal, la naturaleza de lo ocurrido y
la delicadeza con que hay que obrar. De acuerdo, todos los
condicionantes sobre los legajos y los archivos informáticos. Pero
no valen silencios ni medias tintas: piense la clase judicial que
está sobre el tapete su credibilidad misma, que este país anda muy
escamado con todo lo que ha venido sucediendo con la corrupción. Si
encima comprueba que los jueces, también justiciables, no ofician
como se espera, apagará y que salga el sol por La Isleta.
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