Puede
que muchos de ellos anduvieran en pañales cuando accedió a la
presidencia del Gobierno en 1982 (Ahora se comprende que en un acto
con estudiantes de secundaria en la última campaña electoral en
Santa Cruz de Tenerife uno preguntara, para mayúscula sorpresa,
quién era Felipe González). Es probable que otros muchos no
recuerden la fecha en que nos dimos una Constitución que
garantizaba, entre otras cosas, la libertad de expresión y el
pluralismo político (Ahora se entiende que una referencia próxima
sea la del puente festivo y… poco más; porque si les interrogan
quién fue Tomás y Valiente, asesinado en la misma facultad de los
incidentes, se contaría con los dedos de una mano los que sabrían
contestar). Seguro que si de una hipotética investigación para
determinar la autoría material de la protesta se derivaran
imputaciones individuales, unos cuantos no dudarían en recurrir a
amigos y conocidos policiales para salir del trance (Ahora abundan el
irrespeto y la algarada, incluso en recintos teóricamente intocables
como son las universidades).
En fin, esa crispación que
anida en buena parte de la sociedad española, esa tirantez política
llevada al extremo por interesados en que ese sea el ambiente de la
convivencia y por eso fomentan el caldo de cultivo, han vuelto a
alcanzar niveles preocupantes: no han dejado hablar en un acto
académico programado en la Universidad Autónoma de Madrid a un ex
presidente del Gobierno y a un empresario de la comunicación (Juan
Luis Cebrián). Con todas las antipatías que hayan podido acumular,
con todo el rechazo que sus respectivas trayectorias hayan podido
inspirar, nada justifica la intemperancia y las características del
escrache cuyas imágenes habrán seguido con estupor en otras
latitudes. Que a un político que ejerció durante trece años la más
alta magistratura institucional y al presidente del grupo de
comunicación más importante de nuestro país no les haya sido
permitido hablar de materias que seguro interesaban a quienes
protagonizaron el tenso y reprobable episodio, revela que, a estas
alturas de la democracia y del siglo XXI, no se tenga claro,
siquiera, cómo y dónde se debe protestar o expresar públicamente
una discrepancia.
Debe preocupar que en el
cuerpo social reaparezcan brotes de intransigencia. Pero, sobre todo,
que se pierdan o no se guarden elementales principios de respeto.
Aprovechemos para poner énfasis en los peligrosos radicalismos. Y
hasta en la irracionalidad. España ya experimentó funestas
consecuencias y fue capaz de superar, con esfuerzo, sangre, lágrimas
y sudor -si nos permiten la expresión de Churchill- situaciones de
máxima incertidumbre que llegaron a poner en peligro la democracia
misma.
Como es inquietante y
desalentador que los autores, materiales e intelectuales, hayan
escogido la Universidad como escenario de sus hazañas. Si esa es una
muestra del debate público que comportaría la nueva política, la
vieja gana bendiciones. Y eso que el episodio no es nuevo para
González que ya sufrió, durante su etapa presidencial, alguno
similar. Pero ni la Universidad ni España están para violencias de
este tipo, anticuadas e innecesarias. Esa “valentía cívica o
intelectual” de la que algunos quisieron presumir bajo caretas y
disfraces de un vulgar carnaval es todo menos un acto de heroísmo y
de positivas consecuencias. En todo caso, lo que cabe concluir es que
la democracia de nuestros días no está exenta de amenazas y
riesgos. Quién lo iba a decir.
Estoy de acuerdo contigo Salvador.
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