Cuando
apareció en la escena, el mundo estaba tan necesitado de un
liderazgo que pudo llamársele “el ansiado” o “el deseado”.
Barack Obama. Todo lo contrario de lo que ocurre ahora con su sucesor
que, sin empezar, lo ha revuelto todo hasta hacer que se multipliquen
las dudas y el mundo empiece a rascarse la cabeza, señal inequívoca
de no se sabe qué va a pasar con el tío Donald.
Dentro
de dos días, se va a producir el relevo presidencial en Estados
Unidos de Norteamérica. Se marcha Obama, llega Trump. Las
circunstancias son bien diferentes a las de 2008: de la ilusión y
las esperanzas de entonces se ha pasado al desasosiego y a la
incertidumbre de ahora. El caso es que, al cabo de ocho años, el
ciclo Obama se cierra con resultados si se quiere, para los más
críticos, desiguales, claros y sombras; pero muy estimables desde la
respuesta dada a los problemas y al debe que hubo de afrontar. No
habrá satisfecho del todo pero tampoco ha defraudado. El presidente
saliente se puede marchar con la frente alta, ha hecho honor a su
condición de dignatario respetable.
Cierto
que no puso el punto final a Guantánamo, en Cuba; pero nadie hizo
tanto antes para normalizar las relaciones bilaterales y acabar con
una situación insostenible. Cierto que las tensiones con Israel y su
gobierno alcanzaron niveles impensables pero mantuvo la posición con
el tratado de no proliferación nuclear con Irán. La retirada de
Irak y Afganistán también es plausible. Como la predisposición
para una relación fructífera con Europa. Cierto que no ha lucido en
exceso los equilibrios medioambientales pero por primera vez acreditó
el compromiso de su país con el concierto por el cambio climático
en aquella histórica cumbre de París. El yihadismo y la situación
en Siria son asignaturas pendientes.
En
política interior, los episodios de violencia policial recobraron el
problema racial que adquirió una considerable virulencia en el final
del mandato. De alguna manera, eclipsaron los logros de la
reactivación del mercado laboral (hasta el punto de no registrar
prácticamente desempleo) y la implementación de la reforma
sanitaria, objeto de desmantelamiento, como no podía ser de otra
manera, por la nueva Administración republicana. Rescató, además,
un sector financiero que llegó a estar muy debilitado en la esfera
mundial.
Ocho
años después, Obama se despide como un estadista celoso de su
deber. Sus lágrimas incontenibles reflejan la personalidad de quien
supo gobernar con firmeza y convicciones, pese a las dificultades
advertidas en las cámaras legislativas, en algunos casos cercanas al
extremo. Representó al pueblo norteamericano, junto a su familia,
con dignidad y entereza. Un discurso distinto, puede que no siempre
persuasivo, pero siempre valiente y resuelto, reflejó una estatura
política y un quehacer acreedor de reconocimiento, incluso entre
quienes menos empatizaron. Con sus claroscuros, ocupa ya un lugar en
la historia de USA y del mundo. El lugar de quienes han demostrado
estar lejos de la mediocridad y la tibieza, de aquellos que
dignifican la política, tan necesitada, allí, aquí y en todas
partes de personas de su nivel.
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