Se
estrena el año, cultural, artísticamente hablando, con las
acuarelas de Pedro González, Pegonza, como las firma, pletóricas de
esa versatilidad cromática que ya se advirtiera desde aquella
primera colección compartida con el francés Bernard Romain en el
Liceo Taoro, de La Orotava, en 2004.
De
modo que lo que era una afición del autor se ha convertido en una
pasión que va dominando con cierta solvencia. Ya no hay visión o
contemplación urbana, rural, marítima o paisajística que resista
la tentación de ser captada como mandan los elementales cánones de
la técnica acuarelística: el agua que ayuda y el color que va
bajando paulatinamente.
Pedro
González probó sobre el papel con diferentes colores y descubrió,
a medida que se secaba, las diversas formas en las que reacciona la
pintura según la cantidad de agua vertida. Sucede que los colores se
entremezclan fácilmente hasta contrastar que algunos de ellos
emigran más que otros. Un degradado suave, aún con el papel húmedo,
va configurándose para exaltar la interpretación del artista.
Esto,
aparentemente sencillo -siempre se dijo que la acuarela era una
técnica rápida-, no lo es tanto, pues hay que dominar hasta los
tiempos de secado y requiere de muchísima práctica. La acuarela -en
palabras de la licenciada en Bellas Artes por Granada, especialidades
de pintura y escultura, Carmen López Rey- es un pigmento al que se
agrega un aglutinante muy diluido con agua. La paleta se dispone
partiendo de los colores más cálidos hasta los más fríos, por
este orden: amarillos, anaranjados, violetas, azules, verdes y al
final, todas las tierras. Es una técnica que requiere la
superposición de colores transparentes.
Y
entonces es cuando la transparencia adquiere su esplendor pues la
técnica, sigue diciendo esta autora, implica la adición de lavados
finos al sustanciarse en la blancura del papel para obtener sus
efectos y los toques de luz. Está claro: a medida que se superponen
más lavados, el color se hace más profundo. El color de la acuarela
se puede modificar añadiendo o quitando agua, usando pinceles,
esponjas o trapos.
Bien.
Pues esta es la pasión que González comienza a desarrollar con
mucha autodisciplina y en niveles muy estimables. Se esmera, como
hemos dicho, en la transparencia y en la luminosidad, dos factores
esenciales de la técnica de acuarela. Para la segunda, el blanco del
papel es fundamental. “Ese blanco -dice la artista plástica
argentina y profesora de Bellas Artes, Cristina Inés Centenaro- debe
traslucirse siempre dando dicha luminosidad a las manchas de color.
Desde la máxima claridad jugando como blanco, hasta aparecer aún
bajo los tonos más oscuros. Una buena acuarela -concluye- nunca
obtura el papel ni da sensación de sectores opacos “muertos”.
Pegonza
firma estas obras casi al pie de la letra de las anteriores
apreciaciones. Se nota en su visión cosmopolita, de los rascacielos,
de las luces de neón, de los parques y núcleos urbanos, de los
puntos de luz para confirmar que hay ciudades donde nunca se descansa
ni se duerme: New York, Chicago, Roma, Varsovia, Londres o París. Un
rincón veneciano aporta una estampa de inevitable romanticismo.
Pero
también se contrasta en aquellos paisajes más cercanos y más
reconocibles. Un atardecer sobre Punta Brava ilustraría cualquier
publicación y el Teide nevado, o desde el cráter con la sombra
reflejada, harían las delicias de cualquier enamorado de la cumbre
isleña. Un castaño con hojas contemplando el mar de nubes parece
recordar el fotograma de un inolvidable título cinematográfico pero
el viento lo que hace es alimentar la vitalidad de la playa de El
Médano. La Caleta matancera tiene todas las tonalidades para
disfrutar de sus peculiaridades constructivas y naturales. El paseo
San Telmo aparece emergiendo al turismo y hay que agradecer al autor
que haya plasmado el muro, siempre el muro, como uno de los elementos
urbanos patrimoniales que nunca debió ser destruido. Las sugerencias
del litoral de San Juan de la Rambla y del pinar columnista de Las
Lagunetas son otros rincones que Pedro González ha dado, con su
creación acuarelística, la plétora de matices que realzan su
fisonomía.
En
cualquier caso, la colección que aquí se presenta sirve para
contrastar la sensibilidad y para sugerir preferencias. El espectador
tiene donde escoger: si las estampas o rincones de ciudades cargadas
de historia y de riqueza arquitectónica, como esa de Trujillo, en
Extremadura, donde el reflejo sobre el agua resulta un homenaje al
propio género; o la modernidad de urbes con avenidas bordeadas por
la nieve invernal y alardes edificatorios para trazar el skyline o
panorama urbano, la delimitación de un horizonte caprichoso.
Mientras deciden,
reflexionemos sobre las palabras de Cristina Inés Centenaro,
anteriormente citada, pues son pintiparadas:
“Todo es un trato con
uno mismo. La acuarela -tan silenciosa y etérea- implica ese trato
también, que lleva siempre al descubrimiento de lo aún no visto.
Paradójicamente, aprender a ver es lo fundamental, y aquí podría
comenzar el profundo y amplio camino del dibujo, otro verdadero arte
inseparable de la práctica pictórica”.
Pedro González ya
envuelve en pasión lo que su afición y su afán autodidacta, en
silencio y sutilmente, ganaron un acuarelista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escriba su cometario. Sólo se pide respeto