En
la primera página de un periódico venezolano de ayer podía leerse
que un hospital de Caracas estaba en situación de cierre técnico al
quedarse sin antibióticos y sin recativos para exámenes de
laboratorio; o que ciento setenta y nueve estaciones telefónicas han
sido asaltadas en lo que va de año para ser objeto de hurto y
vandalismo que están repercutiendo en la prestación del servicio,
principalmente en la red de móviles.
Son
dos ejemplos, los más recientes, de hechos noticiosos que ponen de
relieve las dificultades de la supervivencia en el país hermano. No
parece exagerado decir que está bajo mínimos. Igual otros días hay
informaciones de circunstancias o sucesos tan o más graves que, en
cualquier caso, la población ha terminado asumiendo y conviviendo en
una suerte de prolongación de la pesadilla que dura ya demasiado
tiempo sin que se barrunten soluciones en el más que sombrío
panorama. A todo hay que acostumbrarse.
Pero
los ejemplos surgen en medio de una crisis política, institucional y
social -económica, por supuesto- que se agrava por días y por horas
hasta extremos inauditos, como es que el Tribunal Supremo de Justicia
(TSJ) se haya hecho literalmente con las riendas competenciales
parlamentarias al considerar que la Asamblea Legislativa se encuentra
en una situación de desacato, un delito que permanece aún en
algunos ordenamientos jurídicos. Habrá que hurgar mucho para
encontrar los precedentes, en Venezuela y en otros modelos
democráticos. Que un órgano del poder judicial sustituya, de hecho
y de derecho, al legislativo que encarna la voluntad de la soberanía
popular, es ciertamente insólito.
Se
habla de la invalidez de las actuaciones del Parlamento, consecuencia
de no haber respetado resoluciones judiciales que señalaban la
ilegalidad de la toma de posesión de tres diputados y la
constitución de la cámara después de la suspensión de los efectos
decidida tras el histórico proceso electoral de diciembre de 2015
que culminó con una severa derrota del régimen. Eso sí, en el
colmo de las interpretaciones difíciles de aceptar y que traspasan
el cinismo, la Sala Constitucional del TSJ, “para velar por el
Estado de Derecho”, garantiza que las competencias parlamentarias
sean ejercidas por dicha Sala o por el órgano que ella misma
disponga. Después de inaudito e insólito, lo siguiente.
Comoquiera
que la decisión del Tribunal Supremo de Justicia significa, en la
práctica, más poder para el presidente de la República, Nicolás
Maduro; y que comporta la revisión de la inmunidad de los
parlamentarios -calificados como traidores a la patria por Maduro-,
no tardaron las reacciones en traducir lo ocurrido como un golpe de
Estado. El presidente de la Asamblea Nacional, Julio Borges, y otros
dirigentes políticos coincidieron en esa interpretación que
convierte el escenario político en un totum revolutum
ingobernable, en un revoltijo de
mala pinta y de solución imprevisible. El mismo Borges ha llegado a
decir, casi a la desesperada, que las Fuerzas Armadas, a la vista de
lo que está sucediendo, no pueden seguir en silencio, de modo que
solicita su intervención para restituir el orden constitucional y
sumarse a las protestas hasta la convocatoria de nuevas elecciones
legislativas.
Venezuela se hunde de crisis en crisis. Aislada en el
ámbito internacional, desesperada por los precios del petróleo
-otrora el gran sustento-, agobiada por la inflación galopante, con
problemas de abastecimiento e inseguridad ciudadana en niveles que
asustan, con una población ya harta e incrédula, la realidad del
fracaso de la revolución se impone. La fractura social es evidente:
un país a la deriva.
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