No
es que se abra vena puritana alguna ni escandalicen a estas alturas
las expresiones desde la tribuna de oradores: se habla tan mal en
tantos lados, incluidos los medios de comunicación, que los tacos,
las locuciones, las soeces y los denuestos han terminado conviviendo
hasta en lugares donde se supone que debe guardarse un cierto respeto
y hasta una cierta pulcritud en el manejo del lenguaje y de las
formas dialécticas.
Uno
de esos lugares es el Congreso de los Diputados, donde hemos
escuchado días pasados una serie de groserías y ordinarieces que si
son un elemento de la nueva política, desde ya hay que decir que es
preferible la de siempre, la que, siquiera de vez en cuando, aportó
excelentes oradores que no solo honraron la institución sino que la
pusieron en el nivel que puede aguardarse y contribuyeron a un
ilustrativo conocimiento de los asuntos que nos conciernen.
Ni
siquiera el empleo del lenguaje coloquial o de la calle para
argumentar en el Parlamento justificaría la utilización de frases
que ya forman parte del Diario de sesiones y que quizá algún día
se vuelvan en contra de quien las profirió. Ya se verá entonces su
capacidad de encaje. Pero ahora, las expresiones del portavoz
parlamentario de Podemos, Pablo Iglesias, a propósito de la
aplicación de los denominados vetos presupuestarios por parte del
Gobierno, han resultado de mal gusto, como demostrativas de que se
encuentra desubicado y que confunde la tribuna de la Cámara con la
de otros escenarios donde igual pasan inadvertidas o son despachadas
entre sonrisas y aplausos. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy,
replicó con indiferencia no exenta de ironía: es lo que más duele
en este tipo de cruces dialécticos. Y miren que para poner en
evidencia al presidente, incluso en ese terreno que le gusta tanto,
no hace falta tanta destreza dialéctica. Aquí fue el mismo Iglesias
quien se puso y así cosechó algunas discrepancias de los suyos.
Aunque
parezca una obviedad aplastante: se espera que en la tribuna de las
Cortes los intervinientes lo hagan con corrección, sin perjuicio de
juegos de palabras, de pleonasmos o de expresiones coloquiales, de
morcillas en fin, que se cuelan en una intervención sin que esta
pierda enjundia. Se trata de hacerlo en el contexto en que el orador
se encuentra. Si para romper el tedio o el aburrimiento, hay que
recurrir a la fraseología que se aprende en los ambientes colegiales
o en los bares, mejor invertir en otras cosas pues hablando así
-repetimos: sin propensión a los puritanismos ni a los escandaletes-
también se contribuye a robustecer el descrédito y el rechazo que,
lamentablemente, la política inspira de facto.
Puede
el señor Iglesias, si quiere, ufanarse de su dialéctica trufada de
vulgarismos, pero que sepa que mucha gente estima que se puede
esperar otra cosa, algo distinto, algo mejor de quien, sin duda,
posee preparación y cultura suficientes para que las diatribas
parlamentarias no se vean devaluadas y para hacer que destaquen, de
paso, aquellos cuya gestión política de algunas decisiones deja
mucho que desear.
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