Nos
hemos acordado unos cuantos durante los últimos días convulsos para
el partido gubernamental de aquel vergonzante hecho que impidió el
gobierno de los progresistas en la Comunidad de Madrid y que pasó a
la posteridad como el “tamayazo”, en alusión al apellido de un
diputado socialista, Tamayo, que no se presentó, junto a una
compañera, Teresa Sáez, a la votación de modo que la investidura
de Rafael Simancas no prosperó y hubo que repetir las elecciones. Un
episodio de transfuguismo político interesado del que aún se sigue
hablando.
Convenimos
en que ahí radica el pecado original, en que ese es el origen de
todos los males que vienen desnudando desde hace unos años las
miserias políticas y humanas de no pocos cargos públicos,
estigmatizados -sobre todo después de que la Justicia les condene-
por la corrupción. Aquel hecho, insuficientemente esclarecido y del
que nadie se hace responsable, era la piedra angular de algo más que
una trama: era el núcleo de un modo de hacer política que ha
terminado devorándose a sí mismo, porque ese monstruo es
insaciable, no conoce treguas ni armisticios y además no le importa
dejar cadáveres, mucho menos cuando a medida que se convive con él,
apenas hay afecciones negativas. Quienes invirtieron en el “tamayazo”
sabían muy bien lo que hacían: eran conscientes de que estaban ante
la madre de todos los desmanes en el manejo de recursos públicos que
habrían de sucederse. Aquel era el sostén del tinglado: cuestión
de persuadir, de crear una cultura -por así decir- hasta sumar y
multiplicar, que si se descubre, ya habrá por donde salir. En esas
andan...
No
se sabe qué dirá el presidente del Gobierno y de su formación
política ni siquiera en sede judicial a donde habrá de acudir como
testigo; otro ex ministro, Zaplana, está siendo investigado y
Esperanza Aguirre, hasta hace poco la plenipotenciaria, ha arrojado
la toalla porque ya no había más ranas ni más lágrimas ni más
aislados. La crisis, con silencios, sospechas, renuncias y presunción
de inocencia, faltaría más, proyecta su alargada sombra en el solar
patrio y allende los mares, que no vean cómo estarán poniéndonos
por esas latitudes.
Allá,
tras los comicios de 2003, arrancó Tamayo. Desde entonces, el
sindiós del Partido Popular, ese desbarajuste a durísimas penas
controlable y controlado, ensombrece cualquier gestión institucional
o política, aunque apenas quede rastro en los congresos
recientemente celebrados, donde no parece que la autocrítica haya
sido nota sobresaliente. Desde entonces, un rosario de ilícitos, de
errores y omisiones, un saqueo que ojalá esté tocando a su fin, de
verdad. Por salud política y democrática. El aire está cada vez
más viciado y, por tanto, se hace irrespirable, incluso para quienes
tienen que defender el corral: es difícil, a estas alturas del
desaguisado, encontrar frases y argumentos -por muy teñidos que
estén de condena y reprobación- que justifiquen un comportamiento
lacerante que está causando un daño irrversible. Nos hacemos cargo
de lo mal que tienen que estar pasándolo los cargos, los
representantes y los militantes de la formación conservadora. Se
acabaron los atajos de los discursos, por muy amplificados que estén
mediáticamente. El “tamayazo” devino en una inagotable cadena de
indebidos e irregularidades cuyas repercusiones políticas están aún
por contrastar. No supieron no quisieron o no pudieron cortarla a
tiempo, desde la oposición y desde los propios medios.
Ya
es tarde: ya solo queda esperar la noticia del próximo investigado o
del nuevo escándalo.
Contaba Manuel Campo Vidal este domingo en un artículo titulado "Aguirre decidió ser sorda y ciega" como en las horas siguientes a aquellas elecciones del 2003 un allegado le dijo "tranquila Esperanza, que esto lo arreglo yo. No mires, no oigas y espera" y continúa diciendo "Inmediatamente se formó un comando político-inmobiliario que recaudó dinero entre empresarios madrileños para neutralizar a dos diputados socialistas". Cuenta incluso como un empresario que se negó a participar en la operación "purgó su negativa porque lo desbancaron de la Cámara de Comercio y otras instituciones que presidía".
ResponderEliminarSi todo este asunto era conocido entonces ¿cómo nadie lo denunció? Si todos estos comportamientos mafiosos eran tan evidentes ¿porqué la fiscalía no actuó de oficio? y por último, sin ánimo de matar al mensajero ¿dónde estaban los periodistas? ¿porqué artículos como el mencionado no se publicaron entonces?. Ay, la ética.
Un saludo