El
suspiro de la tarde de ayer dejaba un sabor amargo con la noticia del
fallecimiento de Alberto Manzanares Pourtau, depositario que fuera
durante muchos años del Ayuntamiento del Puerto de la Cruz. Disfrutó
de su jubilación todo lo que pudo pero la enfermedad que sobrellevó
en silencio y con buen talante terminó doblegándole.
Era
un tesorero de los de antes, de esos que explican la complejidad de
un balance y una liquidación presupuestaria con lenguaje llano y
asequible. Nos enseñó las claves de la recaudación municipal para
afrontar un plan a medio y largo plazo “y llegar a fin de mes”.
Eso sí: había que asegurar las fuentes, a lo largo de todo el año.
“La nómina del personal, lo primero", solía decir. Desde los
ingresos mensuales del complejo 'Costa Martiánez' a la participación
en los ingresos del Estado; de las detracciones del Régimen
Económico Fiscal (REF) a la Contribución, transformada luego en el
Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI). “Los ingresos son habas
contadas -dijo en cierta reunión con otros ediles-; lo que hace
falta es saber administrar los recursos”.
Y
como todos los tesoreros, de la Administración o de cualquier otro
orden público y privado, fue un sufridor. Pero tenía una rara
habilidad para sortear a los acreedores, de los que se compadecía en
no pocas ocasiones y a los que invitaba a un cortado para sobrellevar
los apuros. En los primeros años de la democracia, siguiendo
indicaciones de los responsables políticos -especialmente del
alcalde Afonso-, se puso al frente de los procedimientos que se
seguían para abonar el importe de actuaciones en fiestas y
actividades deportivas. Hizo su equipo a la medida: Gonzalo y
Francisco Carrillo, Pepe Martín, Carmela Estévez, Paco Hernández,
Miguel Díaz y Felipe Cabo le tuvieron en alta estima, con repestuoso
afecto, por sus métodos y por su tolerancia. Como con la
Intervención y la Secretaría General había que llevarse bien,
procuró coordinarse y armarse de paciencia para saltar los mil y un
obstáculos burocráticos hasta hacer efectivo el mandamiento de
pago. Terminó conociendo, como el que más, a los habituales
visitantes en su despacho de la casa consistorial: a los acreedores,
a los perceptores de alguna ayuda, a los bomberos de la Mancomunidad,
a los contratistas... ¡y a los murgueros!
Hizo
buenas migas con el resto de funcionarios. Hablaba de política lo
justo, con cierta socarronería. Pasaba de polémicas. Quiso
incursionar, siguiendo consejos de algún amigo peninsular a
principios de los ochenta del siglo pasado, en el mundo de la
televisión local pero no cristalizaron sus proyectos. Llegó a
entusiasmarse con el tenis y animaba a quienes se iniciaban con la
raqueta para incorporarles al club (Oceánico) que contribuyó a
mantener. Manzanares terminó siendo un atento contertulio en una de
esas escasas reuniones que todavía se mantienen en céntricas
cafeterías portuenses. No importaba que anduviera algo desfasado:
los razonamientos del sentido común y esa socarronería de la que
hablamos le hacían quedar bien.
Querido tío: Te recordaré por tu vitalidad, tu afán de superar las adversidades, tu simpatía desbordante y sobre todo por tu amor a la familia. Descansa en paz. Tu sobrina María García Manzanares
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