El fenómeno político/social,
ya convertido en estructura política, tomó las vías madrileñas y reafirmó su
avance hacia la meta trazada: desbancar, por la democrática vía de las urnas,
el bipartidismo, la casta, los modos de hacer política que nos han traído hasta
aquí. Al mejor estilo venezolano, esto es, medir las fuerzas en la calle,
alardear de capacidad de movilización y contrastar el pulso popular, Podemos superó con creces la prueba que
se había autoimpuesto. El debate no es el número de participantes sino la
respuesta, en sí misma, a la capacidad que ha ido forjando. La “Marcha por el
cambio” es un punto de inflexión en la brevísima historia del neopartido y de
ese nuevo tiempo político que, con todas las incógnitas y todas las
expectativas, nos ha tocado vivir.
Que sigue siendo una cuestión de populismo o de demagogia
galopante, de acuerdo. Pero es tanta la indignación, sigue siendo tan cruda la
recesión y son tantas las ganas que tiene la gente de ver otros hechos y otras
cosas en el horizonte político, que la respuesta empieza a cuajar. Los
dirigentes de Podemos tuvieron la
virtud de hacer el discurso que esa gente quería oír. Que alguien llegara
enarbolando banderas contra recortes económicos y sociales, contra la
corrupción institucionalizada y contra los privilegios de aprovechamiento
partidista o personal exhibidos por unos cuantos, ha sido primordial en el
ascenso de este nuevo agente social que ya avisó en las pasadas elecciones
europeas y ha seguido haciéndolo en la inmensidad del espacio mediático
(especialmente televisivo) con que ha sido obsequiado.
Su proceso de formación -ya veremos cuándo y dónde
eclosiona- se ha topado con imponderables (incluidas las discordias internas)
que ha ido sorteando con desigual consideración, a sabiendas de que el foco
está sobre sus dirigentes, sobre su pasado, sobre sus planes estratégicos,
sobre los pasos que van dando y sobre sus decisiones futuras. Podemos quiere su espacio en el espectro
político y ha puesto muy alto el listón con sus denuncias, sus calificaciones y
su radicalidad, de modo que ahora no debe extrañarse ni de las exigencias de
los adversarios y de los medios ni de los recelos que siguen despertando su
modo de hacer y sus propósitos. Ahora, antes de ocuparlo, se trata de acumular
apoyos sociales y electorales.
La desesperanza social es de tal calibre que se prefiere
descartar las “vigorosas raíces” con las que el Gobierno adorna los indicios de
la recuperación económica, mediante una demostración visible como la que habrá
hecho fruncir el ceño a no pocos observadores y a los mismísimos estados
mayores de otras organizaciones no necesariamente políticas. Lo coincidente es
que cada novedad en los casos de corrupción -seguro que aún quedan unas cuantas
por conocerse- abona el terreno donde Podemos
ha abierto brecha: se lo están sirviendo en bandeja.
Claro que las dudas siguen siendo notorias. Hay mucho de
difuso en los planteamientos de la formación de Pablo Iglesias, en la que
conviven los románticos con los inconformistas, los luchadores con los
indignados, los aspirantes con los hartos, profesionales y licenciados con
desempleados de toda duración, una suerte de peronismo, en definitiva, que aún
tendrá que recorrer largos y sinuosos trechos de incertidumbre. A todos les
queda mucho por saber: hasta quiénes serán sus representantes.
Pero los más desfavorecidos o descontentos y sectores de
clase media, a la que destrozaron las políticas conservadoras tras el fraude
masivo de noviembre de 2011, ven en este partido una solución, cuando menos,
una salida a sus males, una alternativa a la perversión del sistema. Tampoco es
cuestión de que les dé igual, de que voten a ciegas, de inducir un cambio
político sin más, quién sabe si hacia la ingobernabilidad. La ciudadanía y los electores tienen derecho a
saber más de lo que pretenden o quieren hacer quienes se permiten descalificar
con desdén en medios de comunicación y presumir de valentía, si se quiere de
forma trasnochada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Escriba su cometario. Sólo se pide respeto