El informe ‘Observatorio de la Librería
2014’, presentado por la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de
Libreros (CEGAL), es bastante crudo: cada día se cierran dos librerías en
nuestro país. El año pasado desaparecieron novecientas doce y abrieron como
tales doscientas veintiséis. Quedan tres mil seiscientos cincuenta espacios
independientes de venta de libros. Un descenso en ventas del 18% desde 2011 en
un país donde el 55% de la población no lee nunca o solo a veces. Hay casi dos
librerías por cada veinticinco mil habitantes. Canarias, después de Galicia y
La Rioja, es la comunidad con más librerías (11) por cada cien mil habitantes. Panorama
crítico, pues.
Los
datos del informe nos refrescan la memoria de aquel Puerto de la Cruz con dos
establecimientos que respondían al concepto más tradicional de librería, allí
donde era posible encontrar libros, periódicos, revistas, mapas, papelería y
material escolar. En la calle San Juan, cerca del refugio pesquero, estaba
Librería Cartaya; y en pleno centro neurálgico, cerca de la plaza del Charco,
Librería Tenerife.
La
primera era propiedad de Vicente Cartaya, allá por los años cuarenta del pasado
siglo. Dos expositores acristalados, de los que colgaban con pinzas cuentos y
colorines que los niños contemplábamos con admiración, eran una señal
distintiva de aquel espacio cuyo interior olía a libros, ciertamente. Allí
comprábamos cromos, libretas, cuadernos, lápices, creyones y aquellos plumines
intercambiables para trabajos especiales. Allí también rellenaban bolígrafos con
tinta densa de imprenta, tras el entretenimiento que significaba quitar la
bola. Juan Cruz Ruiz fue cliente de aquella librería: se pasaba horas allí y
pedía prestados ejemplares. En Cartaya, según supimos ya en los sesenta,
vendían títulos de Leviatán (Argentina) y Monte Ávila Editores (Venezuela) que
estaban, literalmente, prohibidos. Entonces, abrieron otra puerta para acceder
al bazar, una de las derivaciones modernistas de entonces. El incendio de San
Francisco, espacio contiguo, mediados los sesenta, fue determinante del cierre.
No se quemó pero el miedo a que llegara el fuego obligó a desalojar. Se
estropeó y fue abandonada una importante cantidad de mercancía. Pertenecía ya a
Eladio Santaella, que formó parte de aquella asociación de libreros encabezada
por el orotavense Vicente Miranda. Santaella se vino al paseo Quintana, popular
canal de Suez, donde abrió Bazar Teide, ya con discos, souvenirs y artículos de
regalo. Y con dos eficaces y fieles empleados, Isidro Martín y Manolo
Fernández.
Fernando
Luis y su inolvidable esposa Antoñita eran los propietarios de Librería
Tenerife en cuyo exterior -una acera muy comercial-, frente a los escaparates y
vitrinas colgantes, se formaban enormes colas de gente que iba a adquirir los
periódicos, especialmente el deportivo “Aire Libre” que solo salía los lunes.
Distribuían también, con vendedores y repartidores propios, revistas y
periódicos peninsulares. En su momento acometieron una formidable obra de
modernización. Siempre serán recordados aquellos mostradores que rompieron
moldes de venta al público. La librería, entonces, pasó a ser algo más, con
departamentos perfectamente ubicados para mejor funcionalidad. Pero si se
quería encontrar un libro, allí estaba. Llegamos a comprar algunos de texto
para bachillerato. Un Fernando Luis hiperactivo, siempre atento a las novedades
editoriales, tuvo igualmente eficaces y apreciados empleados. Hasta el cierre,
entrados los años setenta.
Tras
la desaparición de El País y La Luna, dos establecimientos del ramo, donde aún
es posible adquirir libros, sobreviven en el ámbito portuense: Masilva y Luis
de la Cruz. Ojalá que, entre tantas penurias y en medio del panorama crítico
que trazan los libreros españoles, mantengan encendida la llama.
2 comentarios:
A mi abuelo le traian el Life y el Paris March...años 1950-60
Impresionante Salvador, me has hecho retroceder 40 años en el tiempo, felicidades.
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