La cosa empezó mal, ¿recuerdan?, cuando la convocatoria en
que dio a conocer la composición de su gabinete. Se limitó a leer los nombres y
apellidos de los ministros y ministras y sus respectivas carteras. Estábamos esa
tarde decembrina en plena tertulia radiofónica de esta casa, interrumpida para
tan importante trance informativo -ni más ni menos que el nuevo Gobierno salido
de las urnas- cuando aquel lacónico anuncio, sin explicaciones ni preguntas ni
nada, se saldó entre el estupor y el precipitado análisis de cada quien según
el grado de conocimiento de los miembros del ejecutivo. Ojalá no sea esta
comunicación, fulminantemente despachada, la tónica de la legislatura, dijimos
con asentimiento de los demás intervinientes.
La cosa
siguió peor, ¿recuerdan?, cuando aquella espantada del presidente del Gobierno
por los garajes del Senado, huyendo literalmente de los periodistas que
aspiraban a un mensaje de tranquilidad cuando los escenarios
económico-financieros empeoraban por horas. El deseo se iba desvaneciendo.
Y así, entre
escapismo y evasivas, apenas compensadas con algunas declaraciones en el
extranjero, alguna parca e insuficiente nota oficial y aquella americanizada
comparecencia dominical de mediodía en La Moncloa, ha continuado ese afán del
presidente Rajoy por eludir al periodismo -nada que ver con sus frecuentes
apariciones antes de serlo-, tiñendo de incertidumbre lo que de por sí la
realidad y los acontecimientos entrañaban. No es exceso de prudencia o cautela,
sino de silencio. Esa actitud ha favorecido ganarse a pulso la condición de
ausente o ajeno, de huidizo o escondido, como si la cosa no fuera con él, hasta
el punto de convertirse en un problema: no tiene un enemigo o un hándicap el
presidente con las hemerotecas, que también; ni que se haga mofa y befa de sus
dichos y contradicciones, sino que tal actitud está generando malestar entre
sus propios correligionarios y no digamos en cierto fuego periodístico amigo
que, sin traicionar las esencias, ve cada vez más insostenible defender lo indefendible.
Ya le han enviado un par de avisos.
Pero el
problema se ha complicado con la cancelación del debate sobre el estado de la
Nación, víctima también del bisturí político, o lo que es igual, de los
recortes de un ejecutivo que hace mal en saltarse algunos métodos, más o menos
intocables, de la praxis democrática. Si en algún momento ese debate puede
interesar, es el actual. Rehuir la tribuna del Parlamento en una situación como
la que vive el país es exponerse a una crítica inmisericorde. Unas incógnitas
como las que suscita el rescate de parte de la banca, por no mencionar el
desempleo o la minería, el copago o el desprestigio de la justicia, en
definitiva, la crisis de institucionalidad que se atraviesa, bien que merecen
una comparecencia -y si fuera a petición propia, mejor- en el marco adecuado,
que son las Cortes representativas de la voluntad popular que está quedándose
huérfana ante las elusiones y el desdén con que la “obsequia” el jefe del
ejecutivo.
No es
exageración decir que España se debate en una preocupante y delicada coyuntura
histórica. Eso exige gobernantes que estén a la altura, que informen, que
comuniquen, que digan lo que se quiere o se puede hacer. No es lo que está
sucediendo. Pero hay tácticas que no se pueden usar toda la vida. Y Rajoy lo
sabe: los avisos -más que los mensajes- recibidos son todo un síntoma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario