El municipalismo español sigue a la
espera de la reforma de la Ley de Bases de Régimen Local (LBRL) que anunció el
Gobierno y aplazó casi sobre la marcha a
la vista de las ronchas que levantó entre los alcaldes de la propia formación
gubernamental, alarmados por otra medida impopular en forma de poder
restringido que, tal como están las cosas, sólo agravaría el descontento
generalizado. Se acuerdan, claro, de que sobre los alcaldes socialistas recayó
el castigo que miles de ciudadanos infligieron a las determinaciones de
Rodríguez Zapatero para timonear la crisis y no quieren ser las nuevas
víctimas. Si el
ejecutivo aplazó la discusión en el último Consejo Nacional de Administración
Local es porque teme, sin duda, que se eleve el malestar de los alcaldes
populares hasta niveles de rechazo incontrolado.
Aunque no
las explicite, se advierte en las intenciones reformistas del Partido Popular
(PP) un cierto afán de menoscabar la autonomía local y una inclinación o
filosofía privatizadora de servicios y prestaciones. Nada nuevo: se trata de
seguir criminalizando lo público y, por tanto, hay que desmantelarlo, por muy
revestido de bienestar que haya andado. La asfixia que ya se palpa en las áreas
de servicios sociales atenaza no sólo a los vecinos más necesitados que tienen
en el Ayuntamiento el último asidero al que agarrarse sino a los profesionales
del trabajo social, absolutamente desbordados, sin recursos ni alternativas a
corto plazo.
Las instituciones
locales han sido propulsoras decisivas de la actividad política, social y
económica durante más de treinta años de democracia. Las pretendidas reformas
del Gobierno harán que disminuya ese papel. Y eso no es aceptable. Los
ayuntamientos pasarían de ser considerados como centros de poder político más
próximos a oficinas o dependencias administrativas. Si después de tanto bregar,
esa es la conclusión del ciclo, apenas hemos avanzado. Al contrario, sería la
prueba del retroceso que ya advierten hasta los mismos alcaldes del PP.
Y es que
basar los planes de reforma de la Administración local en un mero criterio
economicista de ahorro es desacertado. Los ayuntamientos están para avanzar no
para retroceder. Hay que defender la causa municipalista: los que hemos estado
activamente vinculados a ella somos conscientes del trabajo inmenso que han
hecho alcaldes y concejales que se han esmerado con tal de propiciar mejores
condiciones de vida de los ciudadanos, abriendo caminos y propiciando nuevas
fórmulas para evitar, precisamente, las lóbregas y rutinarias oficinas del
régimen predemocrático. Claro que ha habido errores y desvíos. Derroches y
vicios. E incoherencias. Y clientelismos. Y caprichos unipersonales que
hicieron de la vida municipal, en algunos casos, una autocracia pedestre. Pero la obra municipalista, en su conjunto,
es acreedora de respeto, tan sólo por lo que tiene de contribución catalizadora
a la modernización y avances sociales de los españoles.
De ahí, la
pregunta: si en los años ochenta del pasado siglo era difícil prever cómo
derribar la rigidez de las estructuras franquistas, y se logró, ¿cómo ahora no
se puede intentar fabricar un nuevo municipalismo pensado por y para las
personas? Cierto que la redistribución competencial es complicada y que es
imprescindible alcanzar un acuerdo sobre financiación, pero donde tanto se ha
negociado y transado, hay que explorar todas las vías antes de que sigan el
andar del cangrejo y colapsen las instituciones locales.
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