Pocas imágenes tan impactantes como las de hace un par de
domingos: centenares, miles de discapacitados recorrían las calles de Madrid,
desafiando las inclemencias y otras circunstancias inherentes, exteriorizaban
su protesta o su disconformidad por las restricciones presupuestarias que
también sufrirá la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las
personas en situación de Dependencia. Eran desgarradores algunos testimonios y
hasta los vacíos en sillas de ruedas, por imposibilidad física de estar
presentes sus usuarios, eran un clamor. Ciertamente, es probable que hasta los
más duros e indolentes no pudieran reprimir la emotividad que las imágenes
inspiraban.
No era,
desde luego, una protesta cualquiera, una más. Era la de quienes, al cabo de
cinco seis años, empiezan a verse desprotegidos nuevamente después de haber
encontrado una cierta comprensión y dispuesto de algunos soportes para
sobrellevar sus condiciones de discapacidad o dependencia. Han sido, si se
quiere, tímidos avances sociales, pero también las primeras señales claras de
sensibilidad a favor de una humanización en el tratamiento de estas personas
que, en sí misma, fuera una respuesta digna en épocas de adelantos
tecnológicos.
Las señales
se apagan. Las reducciones de gasto público o la imposibilidad de sufragar los
compromisos adquiridos condicionan -en buena medida, hasta su desaparición-
tales avances plasmados en nuestro país en la popularmente conocida como Ley de
Dependencia. El rumbo de las políticas sanitarias señalado por el Partido
Popular allí donde gobierna tiene el norte claro de las privatizaciones, más o
menos encubiertas, y se empieza a notar (una paciente de la citada
manifestación contaba cómo pagaba de su bolsillo las sondas que utilizaba tres
veces al día), por mucho que algunos discursos reiteren hasta la extenuación
que tales privatizaciones de la sanidad pública no repercuten en la calidad de
los servicios que se prestan a los pacientes. Hasta resulta irrelevante que en
campaña o programa electoral dijera lo contrario.
Nada se tiene en contra de la sanidad
privada pero, tal como evolucionan las cosas, se corren riesgos de que termine
convirtiéndose en un negocio, en una mercancía. Y claro, si la puedes pagar,
bien. Pero si no, ¿cuáles son las esperanzas o las alternativas? Admitido que
el mantenimiento de un sólido sistema público de la dependencia es complicado
en época de vacas flacas, tampoco es cuestión de resignarse. De ahí que cada
vez resulte más apremiante saber priorizar y gestionar adecuadamente los
recursos disponibles. En el fondo, es la clave para diferenciar los modelos de
atención sanitaria.
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