Asombra -si es que esa capacidad no se ha agotado del todo-
contrastar el escaso interés de muchos jóvenes por aquello que les resulta más
cercano. Cierto que la crisis se ceba con ellos y que desmoraliza pero si a un
acostumbrado escaso sentido de la iniciativa se unen la resignación, el
desapego o la indolencia, los horizontes son desalentadores. Hasta hace unos
años discutíamos sobre sus preferencias de futuro: si ser funcionario o
empresario. Pero también ese debate se ha diluido. No les atrae la política (ni
siquiera la más próxima), se toman el deporte como un espectáculo que no
quieren alimentar, las tendencias musicales les resultan muy efímeras, se
resisten a las manifestaciones artísticas y culturales, las actividades
sociocomunitarias son difíciles de sobrellevar y su reducida capacidad adquisitiva la
administran como pueden (eso de ahorrar forma parte de la historia) para su carpe diem personalizado. Hablábamos en
distintos foros de una generación espléndidamente formada, con infinidad de
recursos a su alcance, principalmente los tecnológicos, pero por ahí también se
pierde el hilo. La potencialidad creativa, apta para su propia autonomía, es
cada vez más escasa. La facilidad para acceder a los bienes de provisión ha
sido otro factor determinante: al haberse reducido, como que hay mayor
propensión a los vicios, al escepticismo galopante, al sentimiento de
impotencia e inutilidad. Paradójicamente, cuando tal disminución debía operar
como un factor estimulante de la búsqueda o de la imaginación, ha resultado lo
contrario: ha aumentado el ensimismamiento, el adocenamiento, el desánimo, los
desvíos…
Surge ahí el término deserotización. Una psicóloga argentina,
Diana Sahovaler de Litvinoff, fue algo radical a la hora de interpretarla: “Es
la prohibición, el tener que luchar o trabajar por lo que se desea, lo que
estimula y fortalece. Cuanto menos accesible permanece lo anhelado, incluso el
ser amado, aumenta su valor. En cambio, cuando todo está ofrecido y a la vista,
el efecto suele ser la deserotización”.
Es como si se difuminaran
progresivamente los valores. La profesora e investigadora universitaria Carmen
López Sáenz, escribió en “La crítica de la racionalidad tecnológica en Herbert
Marcuse”, que “se ha producido la deserotización de la vida, la restricción del
placer, la reducción de la líbido a un impulso parcial especializado… La
autonomía y la reflexión han desaparecido por completo”. Los jóvenes a los que
nos referimos -no todos, por fortuna: la generalización sería manifiestamente
injusta- no encuentran encantos. Es decir, en sentido figurado, no hallan los
estímulos, la excitación sexual en los valores o en las motivaciones que se
supone deben impulsar su quehacer.
Hay otra explicación ilustrativa, la
del filósofo italiano Franco Berardi, quien denunció la deserotización de la vida cotidiana: “Es el peor desastre que la
Humanidad pueda conocer porque el fundamento de la ética no está en las normas
universales de la razón práctica sino en la percepción del cuerpo del otro como
continuación sensible de mi cuerpo”. No hay empatía, sostiene, para ser
conscientes de que tu placer es mi placer y tu sufrimiento es mi sufrimiento.
Si no hay capacidad para esa empatía, o sea, una comprensión erótica del otro,
difícilmente se estará en condiciones de avanzar, de posicionarse con ánimo de
descubrir atracciones.
A ver si es verdad que la crisis y
sus restricciones propician opciones y oportunidades erotizadas.
(Publicado en Tangentes,número 53, diciembre 2012).
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