Atrás queda el debate
televisado entre Miguel Arias Cañete y Elena Valenciano, en el ecuador de la
campaña de las elecciones europeas, que ha pasado a la historia por aquel
absurdo dechado de “superioridad intelectual” del candidato popular. La
socialista, más diestra y más fresca, fue la ganadora pero no parece haberle
servido de mucho si se tienen en cuenta los resultados. Ni siquiera se vio
favorecida por toda la reacción posterior, que tuvo mucho de recreo en un
desgraciado y reprobable trance dialéctico.
No fueron altos los índices de audiencia de aquella noche y
más bajos aún -apenas alcanzaron los ochocientos mil espectadores- fueron los
de un segundo debate con los ‘números dos’ y candidatos de otras opciones
políticas. En medio de la desafección, del desconocimiento y del desinterés, ni
siquiera las citas televisivas, otrora muy esperadas, ambientaron la sosería y
la abulia que caracterizaron el tiempo de campaña y las semanas precedentes.
Es de esperar que en los estados mayores de las
organizaciones partidistas, los estrategas y los expertos en comunicación
política hayan tomado buena nota para revisar planteamientos futuros sobre el
particular, a la espera de la evolución y de los giros que la política vaya
deparando. Los principales canales generalistas también tendrán que poner de su
parte. Porque, al margen de la repercusión de las redes sociales como
instrumento de campaña (estamos en plena fase de investigación para obtener el
mejor manejo y la máxima rentabilidad), debe quedar claro que, por salud
política y por el bien de la democracia, debates televisados tiene que haber.
Para contrarrestar la indiferencia electoral y para mantener encendidos los
timbres del interés general, la comparecencia o el examen ante las cámaras
tiene que fomentarse y reactivarse.
Y lo que es más importante: para dar a conocer, siquiera
parcialmente, las ideas y las ofertas programáticas. Los electores tienen todo
el derecho del mundo a recabar de los candidatos la información y el parecer
sobre aquellas cuestiones que más les puedan interesar, pensando en el futuro
cuando menos a corto y medio plazo. Tan reacios, como se ha demostrado, a la
lectura o a la interpretación de datos con soportes documentales, si se les
priva también de citas televisivas aptas para enterarse de propósitos y
voluntades o de fórmulas para ejecutar medidas y, en fin, para confrontar
criterios y medir capacidades dialécticas, el clima de desapego y de indolencia
puede volverse insostenible.
Otra cosa es que se acierte con la modalidad escogida. Tanto
por el número de intervinientes como por los formatos que previamente hayan
sido pactados. Ahí se tiene un campo muy abierto, con multiplicidad de
opciones: si se encorseta, el debate perdería de antemano en frescura y
agilidad, carecería de gancho.
Pero debatir, tal como está la política, es saludable. Y
además, sale barato, si se compara con soportes de campaña mucho más costosos y
de dudoso impacto a estas alturas de la exteriorización política. Por lo tanto,
hay que potenciar los debates. No puede ocurrir que si en Estados Unidos,
Alemania o Francia -en realidad, en todas las democracias consolidadas- los
debates pueden resultar determinantes en la suerte electoral, en España se
malgasten tiempo y energías en cómo enfocarlos y cómo materializarlos.
Se trata, simplemente, de normalizarlos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario