Efectivamente, siguiendo el título de uno de sus libros de
memorias, Cuando el tiempo nos alcanza, Alfonso Guerra pone punto final a sus años de
dedicación política en el Congreso de los Diputados, donde se mantenía desde
las Cortes constituyentes. El último en activo de aquellos que recibieron el
mandato popular para empezar a escribir un nuevo período de la historia de
España. Con una extraordinaria hoja de servicios, este socialista sin fisuras se
va despacio y sin estridencias en momentos críticos para la política. Undécimo
hijo de una familia de trabajadores, ingeniero industrial, licenciado en
Filosofía y Letras, ejerció la docencia antes de acceder a la vicesecretaría
general del PSOE (1979-97) y convertirse en vicepresidente del Gobierno desde
el resonante triunfo electoral de octubre de 1982 hasta 1991. Lo ha sido todo
porque también ha presidido el Grupo Parlamentario, la Comisión Constitucional
y, en la actualidad, la de Presupuestos. Presidente también de las fundaciones
Sistema y Pablo Iglesias, es Hijo Predilecto de Andalucía desde 2011. El suyo,
desde luego, es un papel histórico. La voz más libre, dicen, del socialismo
español.
Aquel texto
elemental de una pancarta (“Dales caña Alfonso”) fotografiada durante un mitin electoral
en un recinto taurino abarrotado, acaso plasme el espíritu de la personalidad
política de un Alfonso Guerra que, frente a la condición de hombre duro,
implacable y temible por su dialéctica, destilaba también un humanismo
considerable. La frase que se le atribuye (“El que se mueva no sale en la
foto”) no ha podido probarse que la dijera.
En todo caso, más allá de dichos o anécdotas, ha sido un político nato y
neto, de profundas convicciones ideológicas y con un bagaje intelectual contrastado
en múltiples intervenciones y testimonios. Uno de ellos, el leído en una
reunión del Grupo, con motivo de la abdicación del Rey Juan Carlos, pasará a
los anales como una prueba de clarividencia.
Le conocimos
en septiembre de 1984, cuando el fallecimiento del gobernador Francisco Afonso
Carrillo. Guerra estuvo en la capilla ardiente instalada en el Ayuntamiento
portuense, donde consoló a su viuda (el desaparecido Diario 16 publicó al día siguiente, en última página, una elocuente
foto) y al resto de la familia, con algunos de cuyos miembros fúnebres en medio
de una elevada consternación.
Posteriormente
visitó la isla en varias ocasiones. Hubo un mitin suyo muy recordado en la
plaza de La Candelaria, en Santa Cruz, transmitido en directo por Radio Club
Tenerife. En la rueda de prensa complementaria, aludió al “delicioso guiso
canario que es el potaje” para compararlo con la diversidad de siglas y de
organizaciones que anidaban en las agrupaciones insularistas. En otro acto, en
un hotel del Puerto de la Cruz, rememoró episodios de la clandestinidad con el
escritor Agustín Quevedo y recibió como obsequio una acuarela del pintor
portuense Enrique González Herreros que el ex concejal portuense Antonio Ortiz
terminó llevando a su despacho en la sede de Ferraz. Con Alberto de Armas y,
sobre todo, con Eligio Hernández Gutiérrez, siguió manteniendo una estrecha
relación de amistad y compañerismo que ha prolongado, por cierto, con José
Segura quien, igual ahora, tras la retirada de Guerra, se convierte en el
decano de sus señorías socialistas.
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