Se llenó el salón de exposiciones del MACEW -por cuyos
ventanales penetraba el alisio que mitigaba la temperatura y la humedad
desacostumbrada de octubre- para escuchar el pretexto de Julio Llamazares con
tal de viajar. Y plasmarlo, claro.
No había
barcas en la orilla del muelle pesquero donde unas mujeres apuran las últimas
jugadas del bingo cotidiano. Juega España pero no hay televisión ni se escucha,
siquiera en la lejanía, como esperábamos, el sonido radiofónico. El camino del
‘hacedor de fábulas’ que definiera Nicolás Rodríguez, en su presentación del
acto académico conmemorativo del 12 de octubre en el Instituto de Estudios
Hispánicos de Canarias, estaba expedito.
Otro viaje
de Llamazares, no en forma de conferencia al uso, para revalidar su pasión por
el “género guadianesco” con que bautizó a la literatura de viajes.
Precisamente, una primera parte improvisada, descripción de que, a menudo, es
suficiente la imaginación para realizar cualquier trayecto y darle forma
literaria, situó al escritor frente a su experiencia canaria, unida por las
modalidades de lucha que se practican con similitudes aquí y en su tierra,
León: un molinero paisano llegó a medirse con el mítico luchador grancanario,
Faro de Maspalomas, un gigante al que derrotó tras lanzarse “como un gallo”
sobre él. Se lo contó y Julio Llamazares amasó así su imaginada realidad de las
islas, entre volcanes y gigantes. Hasta que descubrió en el Puerto de la Cruz
-donde solían llegar los casos perdidos- a Juanín, otro coterráneo, otro “bala”
entregado a la buena vida en la época de esplendor de la ciudad, pese que todo
el mundo lo lamentaba (“¡pobre Juanín!”) aunque el hombre terminó haciendo el
camino de regreso y fue recibido inopinadamente por el propio escritor, tras escuchar
un significativo “creo que aquí es”.
Y hasta que
descubrió a Juan Cruz Ruiz, presente en el acto, por cierto. Apreció bien la
biografía y la producción del ilustre paisano, de modo que volvimos a escuchar
el ruido del motor del camión familiar y a repasar mentalmente ‘la foto de los
suecos’.
Es que en la
literatura de viajes, las situaciones y los personajes van surgiendo, seguro
que desordenadamente, según el itinerario. Julio Llamazares lo explicó en una
segunda fase durante la que leyó un texto casi reivindicativo. Cierto que el
género es tan viejo como el mundo. “Es literatura en estado puro y la que mejor
simboliza al resto”, dijo convencido antes de trazar una breve evolución, del
desinterés al auge y del auge al predominio de la novela. Desgranó el autor
-nos resistimos, siguiendo su advertencia inicial, a llamarle conferenciante-
las razones por las que hay que entender la razón de ser de la literatura de
viajes: “La poesía que guardan los recodos”.
Son los
recodos que atraviesa -y donde queda- la pasión de quien viaja por esta
cualidad, para diferenciarse del turista al que se lo imponen o lo hace por
placer. Y es que el viaje es un pretexto para soñar, siquiera para no llegar a
ninguna parte, como finalizó el autor leonés.
Su obra
-traducida a más de veinte idiomas- dignifica el género, por muy guadianesco
que sea, y atrae a quienes imaginan los mundos que acaso nunca recorrerán.
Salvo en las páginas -y en las palabras- de Llamazares.
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