Es tan poco edificante la escena del abandono de los miembros
de un grupo político del salón de plenos como la expulsión de éste de un
miembro de la corporación decidida por quien presida. A estas alturas de la
democracia y cuando la vida institucional se construye a base de acuerdos y
determinaciones que procuran el bien general, cuando se supone que ya hay
suficiente madurez para hacer las cosas con más racionalidad política, nada se
resuelve con espantadas ni con autoritarismos que no parecen sino que son
voluntades anacrónicas.
Hay maneras
de protestar y de excluir, veamos. Cierto que los incumplimientos formales o el
irrespeto reiterado de normativas y disposiciones reglamentarias por quienes
ejercen el poder y confunden el gobierno con el mando -especialmente aquellos
que se amparan en la mayoría absolutista- puede llegar a exasperar. Y que dan
ganas de reaccionar, hacer algo para frenar o poner en evidencia los desmanes. Cierto.
Pero marcharse del foro para el que has sido elegido no es el mejor modo.
Primero porque los ciudadanos te han puesto allí para trabajar, para aportar
ideas, para argumentar, para producir alternativas, para discrepar y para
fiscalizar. Y para aguantar, por qué no decirlo. Nada se gana marchándose de
ese sitio. Quizá es lo que provocan o buscan quienes se comportan de manera
poco democrática. ¿Cuánto dura ese efecto, de qué sirve el gesto, la protesta?
Hay que permanecer allí y concebir otros métodos que pongan en evidencia a
quienes abusan del poder.
Y ordenar la
retirada de un componente de la corporación, reclamando la concurrencia
policial, si es necesario, ya desborda el control de quien tiene que
acreditarlo y ejercerlo. Se pregunta uno si es necesario llegar a esos extremos
cuando incluso se dispone de mayoría absoluta. ¿Es ejercer la autoridad, aun
cuando hayas agotado los previsibles recursos reglamentarios (llamadas al orden
a los capitulares que supuestamente están conduciéndose de forma inapropiada)
para dirigir los debates y desarrollar el orden de las sesiones, indicar el
desalojo del salón de plenos mediante la intervención de la policía local? ¿Se
es más autoridad o se es más alcalde-presidente por eso?
En el primer
mandato democrático municipal (1979-83) hubo en muchos sitios de España
auténticas alteraciones del orden en el interior de las propias instituciones
locales. Natural, se podría decir. Salíamos del régimen dictatorial, había
escasa cultura democrática, había provocadores natos e inmaduros
correspondientes, se producía una colisión de normativa franquista con vacíos y
situaciones democráticas nuevas que era necesario resolver con sensatez,
primero que nada. Hubo momentos en que llegamos a temer: muchos ayuntamientos
se convirtieron en un campo de batalla política donde los radicalismos y las
intolerancias amenazaban claramente el diálogo y el consenso. También el
progreso. Por fortuna, con el paso del tiempo y con las experiencias que se
ganaban y acumulaban, la vida local superó esas circunstancias y se normalizó
allí donde entendemos que residen los centros de poder político más próximos y
por tanto, donde se preparan, tramitan y resuelven las cosas que nos son más
cercanas.
Por eso, a
estas alturas resultan tan negativos y tan paradójicos hechos como los
planteados al principio que son inaceptables. Las instituciones no se
enriquecen con abandonos o exclusiones. Se fortalecen con tolerancia y con
diálogo, con llamamientos a la reflexión, con actitudes cabales y consecuentes.
Lastimosamente, negar principios democráticos o distorsionar el funcionamiento
de órganos a base de martingalas e incumplimientos amparándose en la mayoría o
en la más que probable impunidad, es una muy dudosa cualidad.
Que lo sepan
quienes aún practican tales métodos.
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