En el plazo de una semana, dos
manifestaciones en el Puerto de la Cruz. Dicho así, es como si se hubiera
producido un subidón o una ruptura de la tónica de pasividad o indiferencia que
caracteriza a buena parte de su población a lo largo de los últimos tiempos.
Pero no: es como si siguiera anestesiada, como si ese espíritu crítico de
otrora se hubiera evaporado del todo, como si el virus del aletargamiento, con
sus servidumbres o aliados, hubiera inoculado de tal manera que es imposible
erradicarlo. Y lo que queda, en consecuencia, son núcleos de resistencia,
admirables por su identificación, pero cada vez menos potentes.
Y eso que el agua, como elemento y servicio vital, y el
patrimonio más cercano, con el que se ha convivido desde la infancia y por el
que transita prácticamente a diario, han sido los factores de la expresión
popular, los teóricos aglutinantes de causas que merecen una respuesta que, en
sí misma, sea una demanda. Una demanda de soluciones o de peticiones de
tratamiento urbanístico ajustado a ciertos valores.
Pero no. Las dos manifestaciones no se corresponden ni con
lo uno ni con lo otro. Es aceptado que el éxito o el grado de una manifestación
pública suele medirse por el número de participantes, siempre difícil de
calcular, hasta el punto de generar automáticamente una controversia, con
fotografías y métodos de cómputo más o menos científicos. Luego, si partimos de
que en el lapso de siete días fueron unas quinientas personas las que
decidieron clamar en las calles portuenses por un suministro de agua irregular
y no potable que afecta a catorce mil vecinos; y que hubo menos seguidores que
en una convocatoria anterior en defensa de las señas de identidad del paseo San
Telmo (y eso que hay una decisión judicial de suspender cautelarmente las
obras), hemos de convenir en que ni agua ni patrimonio movilizan o generan
vibraciones en un cuerpo social.
Las expresiones de rechazo o de repulsa, se dirán, es
cuestión de terceros. Malo cuando se alcanza ese nivel de indolencia. Porque se
fortalece el mal gobernante ante el que se quiere reivindicar, aunque éste no
tenga razón. Puestos a buscar motivos de tan magra respuesta ciudadana, ahí
están la comodidad, la abulia, el desentendimiento, el pasotismo elevado a
altísimas potencias y hasta el temor o la cobardía de quienes hicieron
demostración de que forman parte de un pueblo poco comprometido. Aunque no
tengan agua ni les importe la destrucción del patrimonio, luego les veremos
aparecer masivamente, entusiásticos, en la víspera de San Juan o el martes de
la embarcación, tal como apuntaba una desmoralizada ciudadana que no entendía
tanta indiferencia. ¡Ay, portuenses! Lo que fuimos, lo que tuvimos, lo que
hemos perdido.
Ni agua ni patrimonio. Igual a un pueblo desganado y
claudicante. Qué fea, de verdad, es la indolencia, sobre todo cuando es
inducida.
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