Pareciera que los vientos de la
crisis arreciaran hasta volatilizar los sentidos de la responsabilidad y de la
oportunidad, tan necesarios en todos los órdenes en los tiempos que nos ha
tocado padecer. Hasta las frases hechas dan juego: la huida hacia adelante o el
sálvese quien pueda, con tal de eludir la toma de decisiones o descansar en
terceros lo que corresponde a quien. Es como si asumir responsabilidades, un
concepto permeable en todos los aspectos de la vida, se hubiera evaporado en un
incontrolado y anárquico proceso de
destrucción. Más tópicos: quitarse de en medio; que decidan otros; saltos sin
red; el que venga detrás, que arree… Estampida o espantada, da igual.
Se dirá que no se puede contra los apremios y las presiones
de la crisis, hasta el punto de rebrotar y fortalecer el instinto de
conservadurismo de los mortales; pero esa es una mala señal de cobardía,
antesala de la rendición. Teóricamente, el valor de ser responsables es
inconmensurable, por lo que habría que ser consecuentes en todo momento. Lo
sentenció José Saramago: “Somos la memoria que tenemos y la responsabilidad que
asumimos. Sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos
existir”.
Pero es preocupante que se obre inopinadamente. Que la labor
humana deje de reconocer y responder a las propias inquietudes y las de los
demás. Abstraerse, además, es fácil: ya vendrán los analistas y los
historiadores para dimensionar las pérdidas. No vale.
El caso es que cuando se miden los efectos, la elusión
conduce a la pérdida de otro sentido, el de la oportunidad. Cualquiera
iniciativa, decisión o actividad, comporta, sobre el papel, una mínima
planificación de distintas acciones, una mirada o una introspección al entorno,
de modo que sea posible imaginar o prever las repercusiones de expresiones,
obras o determinaciones. Hay que medir, y muy bien, el alcance del cuando, de
ese momento en que se decide dar un paso cuyas consecuencias son impredecibles.
Es bueno entonces repescar aquella otra idea esgrimida a
menudo en tiempos lejanos pero no tanto, ponerse en “el día después” para
intuir siquiera las reacciones, para barruntar los efectos y los hechos que
deriven. Malas son, desde luego, las precipitaciones y las consideraciones
irreflexivas. Cuando no se tiene o se ha perdido el sentido de la oportunidad,
además de revelar una cierta y puede que inapropiada inmadurez, cabe
interpretar una irresponsabilidad cuyos daños es difícil paliar,
independientemente de que se agraven a la larga.
Entonces, aún en plena crisis, más consciencia, más respeto
y más conocimiento si es que se quiere que la responsabilidad y la oportunidad
sean de verdad interdependientes. Sin praxis de esos dos sentidos, estamos
perdidos.
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