El documental
es, sencillamente, un acto de justicia. Justicia de reconocimiento social a un
portuense insigne, a uno de los portuenses más importantes del siglo XX y de
comienzos del XXI. La sala 'Timanfaya', llena. Jaime Coello, nieto, empeñado
desde la sobriedad, en remarcar el mensaje del abuelo. David Baute, director
del documental, orgulloso de su obra sin confesarlo. El silencio de la sala
-solo interrumpido con los aplausos del final de la proyección- que se podía
cortar con cualquiera de las piedras que eran escuchadas por Telesforo Bravo (1913-2002)
a lo largo de todo un compromiso pegado -pero pegado, ¡eh!- a la Naturaleza,
con mayúsculas, su vida y el medio, allí
donde nunca faltaron energías para estudiar e investigar, para contrastar que
nada más hermoso y edificante que transitar por los inacabables caminos de la
geología y del saber científico.
El Puerto de la Cruz no se había
portado bien con Telesforo Bravo hasta que la fundación que lleva su nombre se
empeñó en este impresionante testimonio cinematográfico que rinde tributo a su
memoria, a su vida y a su obra. Fue proyectado en dos sesiones el pasado
domingo, acaso el mejor remate de las celebraciones navideñas, año nuevo y
Reyes. Un verdadero regalo para quienes pulsaron su sabiduría y para quienes,
sin conocerle directamente, especialmente las generaciones más jóvenes, ya
saben de una referencia que se puede estudiar y contrastar en los ochenta
minutos de un documental que responde a la sana ambición de perpetuar el
compromiso de Bravo.
Su familia, su juventud, sus
vicisitudes, sus viajes, sus experiencias, sus incursiones, su humildad, su
socarronería, sus descubrimientos, la admiración de colegas y compañeros, sus
fotografías, sus diapositivas, su apego a la ciudad que le vio nacer, sus
afanes… David Baute hace de esta producción de la Fundación CajaCanarias y
Tinglado Film una recreación de lo que significó el eminente científico para la
naturaleza canaria, tan maltratada, y a la que él defendió sin reservas y sin
alharacas, simplemente poniendo lo que había que poner. Hay escenas entrañables
y hay efectos sobrecogedores: las palabras del catedrático lagunero, su
dedicación, el empeño, la figura del naturalista militante en medio de la
impresionante paisajística, de las islas o de Irán, de las entrañas donde se
alumbra el agua, sus predicciones… van desgranándose convenientemente
secuenciadas entre testimonios de familiares y colegas que describen su
personalidad humana y científica.
La sala se llenó de un aplauso
atronador cuando sobre la pantalla aparecieron los títulos de crédito.
Abandonamos el recinto con la impresión de que, por fin, se había hecho
justicia con el hombre que escuchaba a las piedras, con el viejo profesor al
que siempre agradeceremos aquel sabio consejo, transmitido personalmente, para
evitar la instalación de un teleférico que uniese La Paz con Martiánez por la
agresión a la construcción basáltica y por el impacto visual de muy dudosa
estética. El mismo catedrático que una madrugada, tras haber temblado la isla, fue
capaz de tranquilizar a la población en las ondas radiofónicas cuando ya se habían desatado las primeras
escenas de histeria.
Salimos de allí tan emocionados como
los alumnos que volvieron a sentirse como tales y como los profesores y los
trabajadores del campo o del subsuelo que, en el documental, opinaron con el
debido y sincero rigor sobre quien no merecía el olvido.
Las piedras, ahora, ya saben que
siempre les quedará Telesforo Bravo.
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