Tocó presentar, en el Instituto de Estudios Hispánicos de Canarias, el libro Agatha Christie en Canarias 1927: un invierno que cambió su vida, del que es autor el profesor Nicolás González Lemus. Esto fue lo que dijimos:
“Aprendí que no se
puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante. La
vida, en realidad, es una calle de sentido único”. Lo dejó escrito Agatha
Christie. Es todo un pensamiento, una manera de interpretar su propia
existencia y de transmitir el mensaje de cómo conducirse.
Una autora de postín vivió el éxito de su
literatura y probó, a su vez, los sinsabores de esa calle por la que hizo
transitar el fruto de su imaginación, las tramas concebidas con todo lujo de
detalles, las situaciones al límite y los personajes detectivescos que habrían
de agrandar su leyenda.
Para la “Reina del crimen”, como fue
bautizada, la vida, siempre caminando hacia adelante, significó lo que se
desprende de tal pensamiento: avanzar, progresar, superarse, sortear los
obstáculos -da igual su naturaleza- incluso los de índole personal. El libro
que hoy nos ocupa y nos convoca es la adecuada justificación de sus ideas, a
partir de algo tan personal e íntimo como es una ruptura matrimonial y la
asunción de responsabilidades familiares, además de encauzar el devenir de la
escritora.
Aquel invierno de 1927, el que cambió su
vida, tal como se subtitula la obra de Nicolás González Lemus, Agatha Christie en Canarias, fue
determinante en su trayectoria. Se podrá pensar que vino a sanar heridas
sentimentales o a huir de tribulaciones del mismo tenor y reponerse.
Ciertamente, pese a los imponderables, siguió escribiendo. Era lo que la urgía.
Pero, sobre todo, era lo que la motivaba. No podía dar marcha atrás: la vía de
sentido único.
La vía que permitió especializarse en el
género policial hasta el extremo de ser considerada, a escala internacional,
como una de las más grandes autoras de crimen y misterio de la literatura
universal. Integrante de una familia de clase media/alta, estudió en distintos
colegios privados e institutos de la capital de Francia. Su primera novela, El misterioso caso de Styles, publicada
en 1920, consignaría la presencia de uno de sus más famosos personajes, el
detective Hércules Poirot. Habrá que decir, una vez más, que estamos ante una
de las autoras más traducidas del mundo. Sus relatos y novelas han sido
adaptados en numerosas ocasiones al teatro y al cine. Baste el siguiente dato,
obrante en el Libro Guinness de los Récords, para entender la dimensión
universal de la obra de Agatha Christie: es la novelista más vendida de todos
los tiempos. Títulos como Asesinato en el
Orient Express, Diez negritos (uno de los diez libros más vendidos en la
historia de la literatura universal), Matar
es fácil o Muerte en el Nilo, son algunos de los más destacados en su
prolífica carrera, a lo largo de la cual recibió numerosos premios.
Seguro que si preguntamos al auditorio
quién ha leído alguna obra de Agatha Christie se levantarían muchos brazos.
Nicolás González Lemus no solo lo hizo sino que investigó los avatares de su
estancia en Tenerife y Gran Canaria, los que desmenuza de forma ilustrativa en
lo que llamaríamos un trabajo de precisión que viene a poner las cosas en su
sitio, a reconducir -esperemos que definitivamente- el imaginario popular y a acabar
con deformaciones de la realidad y versiones contradictorias o inventadas.
El autor de esta interesante descripción
profundiza en las causas y las circunstancias que concurrieron en el viaje a
Canarias de la novelista y detalla los pormenores de su estancia, primero en el
Puerto de la Cruz, donde reside durante veinticinco días de aquel febrero de
1927 en el Gran Hotel Taoro; y luego en Las Palmas de Gran Canaria.
En la cumbre de Monte Miseria, en pleno
parque Taoro, donde sobresalía aquella edificación que, junto a la iglesia
anglicana y la profusa biblioteca,
durante años fue “el epicentro de la vida de la comunidad británica en
la ciudad”, citando al propio González Lemus, Agatha Christie terminó de
escribir El misterio del tren azul, el
relato que se le atragantaba y al que su hija Rosalind, que viajó a las islas
acompañándola, junto a la secretaria Carlo, registrada en el establecimiento
como Miss Fischer, contribuyó a complicar con sus inquietudes infantiles que no
facilitaban la necesaria concentración.
El texto, según González Lemus, trataba
sobre “el lujoso tren azul que atravesaba regularmente Francia para llevar
pasajeros nacionales y turistas a la Costa Azul, centro turístico muy de moda.
Cuando el tren llega a su destino, la hija de un magnate estadounidense del
petróleo aparece asesinada. Llevaba consigo un collar con el mayor rubí del
mundo, ‘Corazón de fuego’, pero había desaparecido. El padre de la joven
contrata a Hercules Poirot para que resolviera el caso. Este es el planteamiento
de la novela”. Y lo dejamos aquí para que mantengan la intriga y animarles a su
lectura. Por si no la conocen, aquí va una frase de la propia Agatha: “La mejor
receta para la novela policíaca: el detective no debe saber nunca más que el
lector”.
Nicolás González Lemus, guiado por ese
afán de concreción que le merece la estancia de la novelista entre nosotros,
recurre a la Autobiografía de ésta
para explicar su estado anímico y por qué aquellos días de febrero de 1927
cambiaron su filosofía y hasta su medio de vida:
“Para empezar -escribe Agatha Christie-
no sentía ninguna alegría al escribir, ninguna inspiración. Había desarrollado
un argumento convencional, adaptado de uno de sus anteriores relatos. Sabía,
valga la expresión, lo que traía entre manos pero no veía la acción con
claridad en mi mente y a los personajes les falta vida. Me impulsaba
desesperadamente el deseo, o mejor dicho, la necesidad de escribir otro libro y
ganar algo de dinero.
“Ese fue el momento -concluye la
autora- en que me transformé de
escritora aficionada en profesional. Asumí todas las cargas de una profesión
como la de escritor, en la que tiene que escribir aunque no te guste lo que
estás haciendo y aunque no esté demasiado bien escrito. Siempre he odiado la
obra El misterio del tren azul. Pero
conseguí terminarla y enviársela a los editores. Se vendió tan bien como el
anterior, así que se consoló un poco; de todos modos, nunca me he sentido
orgullosa del libro”. Con el paso de los años, la “Reina del crimen”,
curiosamente, dictaría una de sus frases más celebres: “La tristeza es la cuna
de inspiración de todo escritor”
¿Cuál era o cómo era el Puerto de la Cruz
de entonces? González Lemus hace una primorosa descripción en la que detalla el
emplazamiento de las firmas británicas vinculadas a la banca y al comercio.
“Además -consigna- la ciudad contaba con un servicio de burros para alquilar y
disponía de coches de motor y guaguas, también de motor. Solamente había un
restaurante en la calle Esquivel número 5, el “Brisas del Teide”.
Les proponemos que echen a volar por unos
instantes su imaginación y se trasladen a estas ‘precisiones’ de Nicolás:
“…Agatha Christie dedicó los últimos días
de su viaje a descansar, pasear y tomar algunos baños de mar. Entonces, para
bajar al ‘pueblito’ -recuerden que estaba hospedada en el Taoro- había que
tomar el camino arbolado hasta llegar a las puertas con rejas de hierro forjado
que permanecían abiertas durante el día pero que por la noche se cerraban, con
salida a la calle de Las Cabezas. Era la única bajada, aunque no la única
salida. La otra, la entrada principal, también con rejas de hierro para la
entrada a los jardines, el hotel y la iglesia, era la que estaba en la
carretera general de Las Arenas, enfrente del British Outdoor Games Club, a la
altura de San Antonio”.
Pero sigan, sigan atentos y hagan este
recorrido:
“Un día, Agatha, su hija Rosalind y Carlo
decidieron bajar para visitar el pueblo. Al llegar a la carretera, Agatha giró
a la derecha y tomó la calle Cupido (hoy Valois) para subir por la ladera de
Martiánez y dirigirse a La Paz. Allí contempló su acantilado, la casa
residencia de la hacienda y disfrutaría del paisaje, lugar que incorporaría en
su relato El hombre del mar”.
Continúen el
itinerario que evoca González Lemus:
“Otro días, cruzó y anduvo el estrecho
paseo de Las Damas, que daba directamente a la calle San Juan también llamada
de Las Tiendas pues toda estaba dedicada a tiendas de comestibles y souvenirs
hasta su final en el muelle. La calle es realmente muy corta, de modo que no
fatiga al visitante… El pueblo se recorría enseguida, por entonces era pequeño,
muy pintoresco, con el encanto de sus casas, sus tejados rojos y sus recoletas
iglesias”. Esos valores cautivaron a la novelista que observa (textual) “un
lugar encantador con la gran montaña que lo dominaba todo [el Teide] y las
maravillosas flores que crecían por todas partes, alrededor del hotel”.
Y discurrió por el paseo San Telmo para
incursionar en Martiánez, donde pretendía bañarse. Según el escritor, solo lo pudo
hacer en dos lugares: el memorable Charco de la coronela o el arenal de la
propia playa, que estaba rodeado de un inmenso paisaje de plataneras. El
entorno se completaba con la precursora de tantas instalaciones construidas
junto al ma, el ‘Thermal Palace’, abierto en 1912 con la oferta de una gran
gama de actividades recreativas y de ocio. Cuenta Nicolás González Lemus que
era un edificio de madera desmontable construido por Guillermo y Gustavo
Wildpret. Miren los avanzados contenidos de la época que nos dejan
estupefactos:
“Su salón de teatro estaba decorado por
el acuarelista tinerfeño Francisco Bonnín y tenía capacidad para cuatrocientas
personas. Además, contaba con comedor,
sala de billares, gimnasio, biblioteca, salones de baños, canchas de tenis,
criquet y bolos. Había actuaciones de compañías teatrales, opereta y zarzuela,
funciones de cine amenizadas por un piano, carreras de sortija a caballo, lucha
canaria, peleas de gallos, regatas de botes, conciertos de la banda municipal,
exhibición de fuegos artificiales. Enfrente de la playa se encontraba el “Petit
Park”, dotado de mesas y sillas a la sombra de los árboles…”. Vaya, vaya con el
Puerto de la Cruz de entonces: qué oferta, qué atracciones, qué variedad… Tuvo
que haber sido -y permitan esta breve licencia para la nostalgia- algo
extraordinario.
Pero no satisfizo a la novelista, o lo
que es igual, no todo resultó favorable. No todo fueron días de vino y rosas. La
escritora era una excelente nadadora pero Martiánez no era la playa idónea. Quedó
desencantada, sin poder practicar por el bravo oleaje. Ello influyó en su
posterior desplazamiento a Las Palmas de Gran Canaria. Agatha lo explica así:
“Había, sin embargo, dos cosas que me
molestaban: la bruma que descendía de la montaña al mediodía y que convertía lo
que había sido una espléndida mañana en un día completamente gris; y que a
veces incluso llovía. Los baños de mar, para los aficionados a nadar,
resultaban terribles. Tenías que tumbarte boca arriba en un playa volcánica en
pendiente, enterrar los dedos en la arena y esperar a que las olas te
cubrieran. Pero tenías que ir con mucho cuidado para que no te cubrieran
demasiado pues se habían ahogado ya muchas personas. Resultaba imposible
meterse en el mar y empezar a nadar; solo lo hacían los dos o tres nadadores
más fuertes de la isla, e incluso uno de ellos se había ahogado el año
anterior. Por eso, al cabo de una semana, nos trasladamos a Las Palmas de Gran
Canaria”.
Eso sucede el domingo 27 de febrero,
justo al día siguiente del denominado ‘Baile de trajes’, una celebración
carnavalera que tuvo como marco el hotel Taoro. El autor del libro que nos
ocupa es concreto: “Tan solo estuvo en la isla veinticinco días”. Y relata en
las páginas siguientes aspectos de su estancia en Gran Canaria, corroborados en
la Autobiografía donde no faltan las
cuitas de su hija Rosalind con quienes le hablaban castellano; el olvido de su
osito azul resuelto con el arrojo de un conductor; la atención médica que
recibió para superar una irritación bucofaríngea y lo placentero que le
resultaron tanto la temperatura como los baños en las playas de la capital
grancanaria.
Nicolás González Lemus, en fin, se esmera
en este auténtico trabajo de precisión para saber lo que hizo la escritora
británica en las islas y despejar algunas confusiones sobre su misma producción
literaria, la que elaboró entre nosotros y en nuestros ambientes, oportunamente
evocados o recreados, siquiera de forma parcial.
El
enigmático Mr. Quin, un libro compuesto por doce cuentos fantásticos,
contiene, en su capítulo sexto, el relato titulado El hombre del mar. La acción se desarrolla en una zona que evoca
claramente las características de la urbanización La Paz. Su descripción de la
casa de la familia Cólogan, situada al borde del acantilado, es literariamente
impecable. Las siguientes líneas de Nicolás nos meten de lleno en la lectura: “Agatha utilizó la casa para
situar en ella la trama central del relato. Míster Satterthwaite entra en la
casa y se encuentra una mujer de mente torturada, que vive sola y pretende
suicidarse porque tuvo un hijo, John, fuera del matrimonio, aunque ella alegaba
como causa de su bajo estado de ánimo que su marido inglés se había ahogado en
la playa de Martiánez. Esto es una clara alusión al hecho real del nadador que
se ahogó en la playa y que se recoge también en su Autobiografía”, tal como antes extrajimos.
El volumen de González Lemus desmenuza la
estancia de Agatha Christie en las islas, fruto de sus densas investigaciones,
gracias a las cuales, por ejemplo, sabemos que la escritora tenía treinta y
seis años cuando llegó; que estuvo aquí veinticinco días; que el Puerto de la
Cruz contaba con poco más de siete mil habitantes; que la isla exportaba en
1924 dos millones doscientos sesenta mil ciento veintitrés kilos de plátanos;
que la temporada turística invernal abarcaba desde el 1 de octubre al 1 de
mayo; que el precio por día en el hotel durante este período, pensión completa,
era 25 pesetas; que los importes de las comidas que se servían en el comedor
iban desde las 4 pesetas del desayuno (0,2 céntimos de euro), a las 7 del
almuerzo. El té tan característico de los ingleses costaba 2,5 pesetas, medio
duro. Y la cena, lo más caro, 8 pesetas (0,4 céntimos de euro).
Por si fuera insuficiente, el autor
dedica unas páginas, igual de detalladas, a las fechas que estuvo en Gran
Canaria, corrigiendo de paso a cronistas que se refirieron a otros viajes de la
escritora -quizás como consecuencia de la confusión plasmada en una placa
alusiva que figura en la actual sede de las oficinas municipales, antiguo hotel
Metropole-, acaso generada por algún viaje de su único nieto aún vivo, Matthew
Pritchard, que ha estado presente en dos ediciones del Festival que se le
dedica desde hace unos años en el Puerto de la Cruz.
Ese es el rigor que caracteriza la
escritura de Nicolás González Lemus, al que ha animado, en esta publicación
(una segunda edición actualizada), un cierto afán de aportar la información más
certera y ajustada y de poner punto final a falsos o deformados mitos.
A fe que lo logra, un trabajo de
precisión que hace honor al nivel intelectual de una escritora universal que es
probable haya forjado en las Canarias el pensamiento de no arrugarse y, por
consiguiente, la necesidad de encarrilar el sentido único de la calle de la
vida, en su caso la construcción de historias de intriga, crímenes; y de
personajes que inmortalizó con toda propiedad.
González Lemus hurgó en una etapa determinante
de esa vida que nos ha quedado para siempre. Los trabajos de precisión tienen
eso, que terminan convirtiéndose en una fuente de
autoridad. Ese es su valor.
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