Durante una larga temporada fueron soportes sólidos de la
democracia y más concretamente, de sus convocatorias electorales. Para los
partidos políticos, sujetos activos indispensables en las tareas de control y
verificación de las votaciones. Su labor, silente pero valiosa, apenas ha sido
destacada y reconocida por las propias organizaciones políticas.
Y ahora, que empiezan a flaquear, o que no se ha producido
el necesario relevo generacional, o que están cansados de larguísimas jornadas,
o que no se sienten mínimamente atraídos ni motivados, su figura, carente de
oropeles visibles, empieza a escasear, tal es así que los comités electorales
se las ven y se las desean para completar aquella aspiración que parecía
culminar otra demostración del poderío de una organización: dos por mesa.
Hablamos de los interventores de mesa. El problema debe
estar muy extendido, es decir, debe afectar a la práctica totalidad de los
partidos, tal es así que, salvo en muy contadas excepciones, algunos se
contentan con uno y otros renuncian abiertamente a contar con él, sencillamente
por falta de efectivos (Hasta cuentan las malas lenguas que vistos los
resultados de una recluta, se plantean en algunos sitios pagar o abonar una
cantidad a quien esté dispuesto a ‘sacrificarse’, tal como ya avanzaran medidas
similares con quienes recibieron la encomienda de pegar carteles o distribuir
papelería, tareas que se hacían de forma tan voluntaria como entusiástica pero
que también ha caído en desuso).
Los interventores han cumplido una función muy seria. Y
han prestado unos servicios en algunos casos, determinantes. No es que su
concurso fuera decisivo, pero en los primeros tiempos democráticos
contribuyeron a garantizar la limpieza del proceso o a que no hubiera las
trampas que se sospechaba. Eran instruidos casi siempre en la jornada de
reflexión, cuando eran invitados a conocer y recibían su acreditación y una
carpeta con la documentación básica. Les recomendaban firmeza a la hora del
escrutinio. El resto de la jornada, y siempre en las coordenadas que dictaba la
presidencia o la mesa del colegio electoral, ejercían una vigilancia discreta
de la cabina, de los movimientos malintencionados de los apoderados y de la
emisión de los sufragios.
Antes, no es que sobraran pero se cumplía con la
aspiración citada. Ahora, faltan, hay que buscar y rogar: demasiado escaqueo,
demasiadas disculpas. Llama el partido pero es complicado atenderlo. Cierto que
algunos y algunas guardan una fidelidad digna de encomio y, además, no hace
falta explicarles muchas cosas, salvo que cambien de colegio. Pero está
costando poco menos que un potosí la concurrencia de quienes representen al
partido en una cita tan importante y para una función tan seria.
Es verdad que algunas organizaciones han tenido el detalle
de reconocerles a posteriori su aportación: una comida de confraternización, un
recuerdo/obsequio… Pero, insistimos, en términos generales partidistas van
menguando los interventores de mesa. Y ese estímulo crematístico -aunque cada
quien puede organizarse a su manera y ello es respetable- no parece muy
aconsejable.
La democracia, en esa fecha electoral al menos, no debe
perder más encantos románticos.
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