Debió ser en la Navidad de
1997, cuando Gerhard Schröder (SPD), preparándose para ser canciller federal de
Alemania, disfrutó de una breve estancia en el hotel ‘Tigaiga’ (Puerto de la
Cruz, Tenerife). Gentilmente invitados por su propietario, Enrique Talg Wyss,
le cumplimentamos e intercambiamos puntos de vista sobre política en general y
los desafíos de la sociedad en el siglo XXI. Talg le había prevenido de lo que
había sucedido en el Ayuntamiento portuense en julio de 1995, cuando una moción
de censura perpetrada por el Partido Popular (PP) y Coalición Canarias (CC),
nos desbancó de la alcaldía, después de haber ganado los comicios con casi el
39% de los votos. Tuvimos que explicarle al futuro canciller de las
peculiaridades del sistema electoral español, hasta que Schröder hizo la
pregunta del millón:
-¿Y qué clase de ley es esa que no se puede gobernar con
el 39% de los votos?
Meses después, contábamos el episodio en el curso de unas
jornadas de política municipal clausuradas por el que fuera secretario federal
de Política Municipal, Alfonso Perales (q.e.p.d.), quien aludió al caso, entre
otros, para argumentar la necesidad de modificar el sistema electoral para ser respetuosos
con la voluntad mayoritaria de los votantes, proporcionar la debida estabilidad
institucional y fortalecer la figura del alcalde. Advirtió que tal modificación
no debía, en todo caso, mermar mecanismos de fiscalización y control por parte
de los órganos municipales cuyo funcionamiento democrático debería quedar
garantizado por la propia Ley. Pese a la revisión en orden a la
materialización, en el pleno, de la censura, los planteamientos básicos siguen
siendo prácticamente los mismos.
Pero las ironías y los vaivenes de la política han
querido que sea ahora el Partido Popular el que enarbole la bandera. El
presidente Rajoy la contextualizó mal (ni más ni menos que en un propósito de
regeneración política: “no es esto, no es esto”) pero tras el anuncio en sede
parlamentaria, ha dado una vuelta de tuerca ante los suyos, insistiendo en una
idea de fondo claramente partidista con la que pilla a los socialistas no solo
con el pie cambiado sino confiando en que les resultaría difícil contradecirse
teniendo en cuenta que una idea similar, por no decir idéntica, ya habían
incluido en pasados programas electorales. Ha añadido que les va a esperar, que
es tanto como decir que se allanan a negociar o purgarán sus culpas allí donde
no ganen alcaldías.
Tras el impacto inicial, la sospecha de que el súbito
propósito se debe a las previsibles pérdidas de la mayoría en importantes
ayuntamientos de ciudades y capitales de provincia, se une a la evidencia de
que el asunto no figura en el texto de la Ley de Racionalización y
Sostenibilidad de la Administración local, al final aprobada con prisas y con
el rodillo mayoritario, no fuera que semana tras semana, tras el varapalo del
Consejo de Estado, siguieran incrementándose las fisuras, las incongruencias y
los desnudos competenciales del texto articulado en cuyo trasfondo late una
vulneración del principio de autonomía local.
Aún así, ya se sabe, le queda trabajo al Tribunal Constitucional donde
terminaron las impugnaciones de grupos políticos, otra razón, desde luego, para
que estos mismos grupos, aun cuando puedan contemplar aristas positivas a la
propuesta del presidente Rajoy, entiendan que ahora no es el momento de
enfrascarse con una reforma cuya naturaleza obliga al consenso.
El debate está servido, con pros y contras, sin que
falten interpretaciones que hasta desnuden una cierta contradicción: frente a
quienes estiman que la iniciativa de Rajoy es muy pragmática en los tiempos que
corren y facilitará la estabilidad institucional, ya se aprecia la corriente
contraria: la que cree que estamos ante una evidente regresión democrática,
palpable con todo lo que signifique incrementar competencias y capacidades
decisorias del alcalde.
Mientras tanto, la pregunta de Schröder y los afanes de
Perales desatan la evidencia de que, en política, la coyuntura da la función.
Eso sí: será complicado y prácticamente imposible refutar que sus dudas y sus
fundamentos revisionistas eran muy razonables.
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