La pasada campaña
electoral era una excelente oportunidad para que los partidos políticos redujeran
gastos, hicieran gala de austeridad y correspondieran, en definitiva, a las
circunstancias de crisis que estudios de investigación sociológica, públicos y
privados, se encargan de poner en tela de juicio aquella afirmación de Mariano
Rajoy relativa a que las tribulaciones económicas y sociales ya eran historia.
Pero, aunque se optó en muchos casos por recursos y
soportes menos costosos, lo cierto es que pudo verse tal cantidad de vallas,
tan prolija cartelería y tal suerte de propaganda mediática que dejaron pasar
la ocasión. Algunos exhibieron ese poderío con el que intentaron impactar
visualmente para generar un estado de opinión favorable que contribuyese a
inclinar la balanza y las preferencias. Otros rivalizaron y otros se
desenvolvieron con más modestia. Y no faltarían, seguro, quienes se movieron
entre recursos artesanales o casi mendigando un espacio donde dar a conocer sus
candidaturas. Eso sí: parecieron ponerse de acuerdo en no distribuir programas
electorales impresos, pensando acaso que es un gasto inútil pues casi nadie lee
o atiende en campaña ofertas programáticas.
Y así, las organizaciones políticas han empleado
presupuestos que son elevados, sin duda. La gente ya no se pregunta por qué y
para qué tantos carteles o inserciones publicitarias sino de dónde sale tanto
dinero para sufragar el capítulo de gastos.
En ese sentido, llama la atención que algunos medios
estableciesen poco menos que una tarifa para que una entrevista de una hora con
un candidato, por ejemplo, costase mil quinientos euros y una serie de cinco,
otros tantos miles de euros, incluyendo tres o cuatro redifusiones. Es verdad
que en algunos de estos medios aparecían títulos de créditos advirtiendo de la
circunstancia.
Partiendo del principio de que cada empresa o cabecera
puede establecer libremente su política de campaña, los tratamientos que puede
dispensar al período electoral previo a los comicios y los precios que debe
aplicar, no es menos cierto que el hecho de ingresar por entrevistar es
discutible. O sea, que el interés informativo está mediatizado. No es ya lo que
pueda decirse de un candidato o del programa que presente una opción y que
tiene, lo dicho, interés informativo, sino que aparecen si pagan. No parece
modélico el método.
Claro que a esa práctica se prestan los mismos candidatos
o las mismas organizaciones políticas: son quienes, aceptándola, contribuyen a
fines poco claros, cuando menos, turbios. ¿Bajo qué condiciones se hacen esas
entrevistas? Habría que saber si se pactan los contenidos y si se admiten las
alusiones a terceros que luego no se sabe si podrán replicar o dar su versión. Los
implicados, un suponer, valorarán riesgos y rentabilidad, aunque la aceptación
puede formar parte de esa compleja relación, más o menos amistosa, que une a
periodistas y políticos y en la que suele haber mucho de compromiso.
Lo peor, en cualquier caso, es la doble moral de quienes
ejerciendo la profesión, esto es, leña a los políticos, descalificaciones,
insultos, ligerezas, falsedades, insinuaciones e infundios, luego se aprovechan
de su ego, de sus debilidades y de sus aspiraciones para producir unas
ganancias.
Otro hecho, denunciado en algún digital antes de que
finalizara la campaña: los influjos para sesgar primeras páginas de periódicos
o tiempos preferentes de programas audiovisuales. De ser cierto, ¿tendrá que
ver el volumen de inserción publicitaria? Porque depender exclusivamente de
criterios periodísticos, aunque estén bien manejados por gabinetes y
departamentos de comunicación de candidatos, es bastante discutible.
Este hecho, por cierto, está precedido de una práctica
que, fuera de campaña, no es menos discutible, aunque haya que reiterar el
respeto al principio de libertad de tratamiento que antes referimos: parece ser
que fragua la costumbre de enviar a los medios entrevistas ya confeccionadas
con candidatos o cargos relevantes con la particularidad de que no aparezcan
como publicidad remitida (PR), que así se decía antes de que llegaran otras
fórmulas. De ser cierto, ¿a quién favorece esa cuestionable modalidad? O más crudo: ¿cabe seguir confiando en el
producto informativo?
Sería bueno que la autocrítica sirviera para revisar
esquemas, vicios y prácticas de trabajo. No vale solo con desvirtuar la
política y a quienes la ejercen. También el periodismo y la comunicación exigen
rigor y transparencia. Con razón se insiste en la autorregulación.
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