Empieza a ser recurrente, en el concreto
contexto informativo, aludir al número de mujeres que han muerto víctimas del
machismo criminal incontrolado. Mala señal.
El
actual presidente del Congreso, Patxi López, se estrenó en el cargo apelando a
la necesidad de alcanzar una entente social, sólida y operativa, para erradicar
la violencia de género partiendo de que no afecta, en exclusiva, al ámbito
privado sino que es la expresión más brutal y rechazable de una sociedad cada
vez más caracterizada por la desigualdad. Ojalá
le hagan caso.
Esas
dos premisas son indicadoras de que el problema está latente. Las
circunstancias que concurren en cada asesinato ponen de relieve que es
indispensable aumentar la sensibilidad y hacer todo lo que esté al alcance,
desde un ángulo preventivo, para eliminar prejuicios y modificar códigos de
conducta: no basta con endurecimiento de las penas, pongamos por caso. Hay que
esforzarse en acabar con esa consideración de las mujeres por parte de los
agresores, o sea, personas que son irrespetadas, que carecen de derechos tan
elementales como la libertad o la capacidad de decisión. Cuánta falta hace
educación para la ciudadanía.
La
evolución de esta lacra obliga a no permanecer impasibles. Hay que perseverar
una y otra vez en el principio de igualdad entre hombres y mujeres de modo que
éstas sean consideradas, de manera indubitada, respetables sujetos de derechos
de ciudadanía. Acaso sea ello una de las causas más latentes en las que
insistir. Cierto que desde la promulgación de la Ley Orgánica de Medidas de
protección integral contra la violencia de género -se han cumplido ya doce
años-, se ha avanzado mucho. Y el posterior Convenio de Estambul, también
suscrito por España, vino a consolidar no solo un marco legal sino un enfoque
en consonancia para prevenir este tipo de violencia, protegiendo a las víctimas
y condenando a los infractores. Si queremos desenvolvernos en una sociedad
segura y tolerante, libre de fenómenos tan dañinos y preocupantes como es el de
la violencia contra las mujeres, la sociedad toda y sus poderes públicos deben
implicarse al máximo y sin reservas, con medios y con recursos, con programas
didácticos, aplicables y sostenibles desde instituciones y entidades. En
cualquier agenda deben ocupar un lugar preferente.
El
caso es que, pese a los avances y los esfuerzos, seguimos contabilizando
víctimas. Es lo que incide en la dimensión del problema y lo que obliga a no
bajar la guardia un solo instante. Educación, civismo y prevención son
primordiales para reducir las estadísticas y no asistir a sucesos deplorables
que se registran en cualquier lugar del país. Cabe temer que la expresa alusión
de López se pierda en el tráfago de las negociaciones para encontrar cauces de
gobernabilidad pero igual resulta una referencia para las formaciones políticas
que se aprestan para una legislatura aparentemente agitada, sea cual sea su
duración. No creemos, en efecto, que estén muy lejos todas de admitir que es
indispensable consignar partidas presupuestarias suficientes de las
administraciones competentes. La pretendida Unidad de Coordinación contra la
violencia de género en cada Comunidad Autónoma es un objetivo común. Activar y
ejecutar un Plan nacional de prevención y sensibilización debe también, cuando
menos, acercar posiciones. Y en el plano educativo, creemos que también es
posible concertar criterios para incorporar al currículo la formación
específica en igualdad, educación afectivo-sexual y prevención de cualquier
tipo de violencia de género en todas las etapas educativas.
Para
esto sí que se requiere, desde luego, un Plan Integral. Están tardando.
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