Es
curioso. En plena bonanza del sector, cuando se agitan todos los
récords en la coctelera, cuando es un sostén fundamental del
sistema productivo, resulta que brota la turismofobia. Quédense con
la palabra: de hecho el periodista Xavier Canalis, autor del libro
Tendencias del turismo 2009-2013 (Kindle), la
incluye entre las diez que caracterizaron 2016, turísticamente
hablando.
Digamos
que se trata del rehazo social al turismo. En muchas ciudades, en
varios destinos turísticos -alguno, de primer orden- la actividad
turística empieza a ser percibida por los nativos como una especie
de amenaza para su estilo de vida. Según el propio Canalis, que
contrasta opiniones de expertos, la turismofobia surge al quebrarse
el equilibrio o la capacidad de carga de un destino teniendo en
cuenta que la población local y los visitantes han de compartir
recursos limitados, el mismo espacio público, servicios y otras
utilidades.
Curioso
y preocupante a la vez. España cerró el pasado año con 76 millones
de visitantes extranjeros, un incremento del casi 9%.
Consecuentemente, han aumentado los ingresos por este concepto, unos
cuarenta y ocho mil millones de euros durante los diez primeros de
2016. El Instituto Nacional de Estadística (INE), de todos modos, ha
advertido, en medio de la euforia desatada, que han descendido tanto
el índice de gasto medio por turista como la duración media de los
viajes.
Pero
sigamos con la turismofobia. Hace unos cuantos años, cuando
ejercíamos en la comisión de Turismo de la Federación Española de
Municipios y Provincias (FEMP), participamos en una actuación en
todo el territorio nacional de promoción de los valores y del
significado del turismo, así como su contribución al Producto
Interior Bruto (PIB), en la convivencia y progreso de la sociedad.
Con un cierto sentido de perspectiva, es como si hubiera sido una
fórmula preventiva. No sabíamos qué iba a pasar, desde luego; la
crisis no había hecho acto de aparición; el rechazo al turismo era
insignificante pero los promotores de la iniciativa tenían claro que
el turismo era un bien a cultivar, una fuente que debía cuidarse con
esmero no fuera que...
Ahí
tenemos ahora la consecuencias. Ya analizamos lo ocurrido el pasado
verano en algunos puntos de la geografía balear, cuando se desbordó
la capacidad de carga, y señalamos riesgos similares para el
territorio canario. Algunas pintadas de rechazo se leen en zonas de
Barcelona, Baleares y Costa del Sol. Son las primeras manifestaciones
de malestar, sin olvidar las que se han registrado en contra de los
pisos o residencias turísticas. La convivencia se va haciendo
complicada, han desaparecido establecimientos y comercios
tradicionales y los habitantes se ven obligados a desplazarse al ser,
literalmente, sustituidos por turistas.
Habría
que refrescar y actualizar las líneas maestras de aquella campaña
de la FEMP. Si entonces trataban de estimular la sensibilidad, ahora,
con este ambiente que empieza a ser animadverso, hay que aplicarse
con más ganas. Sin alarmismos, es mucho lo que está en juego. No
valen, en ese sentido, los discursos totalitarios ni las posiciones
irreductibles: no se está sugiriendo siquiera una postura servil
hacia los turistas sino una sensibilidad, una sintonía cuidadosa.
Quienes nos siguen habitualmente saben que abogamos por la
fidelización de los clientes: eso no solo se logra con una oferta
bien dotada sino con un tratamiento personal adecuado, gentil y
servicial, capaz de producir un efecto inmediato que casi no necesita
mayor promoción. Hay que captar turismo, claro que sí, y si es
mejor, estupendo.
Así
que cuidado con la turismofobia. No la dejemos crecer.
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