Puede creerse que los
accidentes de tráfico sean el tipo que mayor número de muertes
causa en Canarias. Y sin embargo, las estadísticas indican lo
contrario: el pasado año, treinta y ocho personas dejaron la vida
en las carreteras insulares; y en las playas canarias, setenta y dos,
casi el doble, fallecieron por ahogamiento. Más datos: en lo que
llevamos de 2017, han muerto por esta causa veintiséis personas, por
lo que estamos, a falta de ocho meses -entre ellos los veraniegos-
para concluirlo, ante el número más elevado desde 2000. A estas
alturas, en 2016, se habían ahogado en aguas canarias dieciséis
personas.
Las
cifras no pueden causar indiferencia. Hay que reconocer al periodista
grancanario, Sebastián Quintana, la iniciativa de una campaña
audiovisual que bajo el título Canarias:
1.500 kilómetros de costa, trata
de sensibilizar para, cuando menos, reducir estos registros que,
entre otras cosas, pueden terminar convirtiéndose en una
contrariedad para la propia promoción de nuestra oferta turística.
Las playas canarias no pueden ser sinónimo de inseguridad. Ni para
nativos ni para visitantes.
Quintana, que compareció
recientemente en el Parlamento regional para explicar los pormenores
de su campaña y demandar la implicación de las instituciones, habla
de una cultura de la seguridad acuática como base indispensable para
prevenir accidentes fatales. Cierto que la desinformación y las
imprudencias generan hasta el 90% de estos fallecimientos, en su
mayoría turistas que desconocen las características de las zonas de
baño -por muy calmadas que aparezcan- y se arriesgan o se confían
cuando igual apenas saben nadar. No digamos cuando se acercan a
avenidas o diques de protección donde, pese a estar señalizados los
días de mar bravo o temporal, suelen acercarse o traspasarlos en
busca de una estampa o sensación que puede terminar mal.
“Los
turistas desconocen que estamos en medio del Atlántico y que cada
punto de la costa tiene su personalidad”, dice el periodista,
preocupado porque la carencia de esa cultura acuática pueda agrandar
el problema a medida que se incrementen los flujos de visitantes. La
prevención, por tanto, es primordial, sobre todo cuando muchos
destinos turísticos archipielágicos siguen basando su producto en
la fórmula sol y playa. De la misma manera que se insiste en
campañas sobre el cuidado de la piel, habría que optar por acciones
similares para evitar los ahogamientos. Si Canarias es un destino
turístico de primer orden internacional y puede presumir de
excelencia en muchos aspectos y prestación de servicios, es
consecuente que se esmere en la preservación de la integridad física
y emocional de sus habitantes y visitantes.
Ya se ha dicho que la
implicación de las instituciones públicas es decisiva para la
consecución de este fin. El Gobierno autónomo, en primer lugar,
habrá de aprobar un decreto que propicie la creación de un sistema
de protección o salvamento para que se cumpla en las quinientas
setenta y nueve playas contabilizadas en el litoral canario. Ya se
intentó en 2003 pero no hubo respaldo local y el vacío,
incomprensiblemente, se ha prolongado, por lo que las playas
insulares carecen de normativa reguladora de su vigilancia. Y como
ésta es una tierra de paradojas, pese a los 1.500 kilómetros de
costa, sí existe tal normativa para piscinas e instalaciones
acuáticas que exige a los titulares o propietarios disponer de un
socorrista mientras estén abiertas al público.
Demostrado:
la seguridad en las playas -no bastan las banderas azules
distintivas- requiere de información y de dotaciones. Si el 80% de
los ahogamientos en nuestras aguas acaba en muerte, hay que actuar
para evitar que merme el atractivo y para que la excelencia siga
siéndolo allí donde más se precisa.
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