El fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, va a ser enjuiciado por un presunto delito de revelación de secretos. Es la primera vez que el máximo responsable del Ministerio Público se sienta en el banquillo de los acusados. Le piden seis años de prisión. Además de una fianza de ciento cincuenta mil euros. Es una una situación insólita a la que jamás debió haberse llegado, aunque eso es muy fácil decirlo después del recorrido.
Pero las circunstancias de este tiempo convulso, de aguas procelosas, en el que predominan celos, recelos y afanes justicieros, han precipitado la suerte de García Ortiz que, en la diana política, es visto, en su desempeño, como inclinado a favorecer al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y a perjudicar a la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, novia del presunto defraudador fiscal, Alberto González Amador.
Ocurra lo que ocurra en el juicio oral, el daño ya está hecho. La merma en la credibilidad o confianza institucional es considerable. Pero no solo por este hecho: aquí parece que ya nos hubiéramos olvidado del caso Montoro. Claro que el eco mediático es bastante inferior, pese a las evidencias.
El Gobierno apoya incondicionalmente al fiscal, empecinado en no dimitir. Defender la verdad y perseguir el delito, sus cometidos. Pero… Y es ahí donde la salida política se complica. El caso García Ortiz, convenientemente aireado en antenas, radios, digitales, tertulias y demás ralea, fortalecerán -hasta que lleguen, si lo consiguen, los salvadores de la patria- una percepción negativa y debilitará nuestra credibilidad internacional en un momento en que la calidad democrática se ha convertido en un factor clave de influencia geopolítica.
Eso es lo que precisamente interesa a algunos.
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