¿Puede una ciudad en la que permanece cerrada
y sin equipamiento desde hace años una biblioteca pública nueva pensar en actuaciones
infraestructurales de alto nivel, alguna ideada como panacea de su sostén
productivo? ¿No se aburre esa misma ciudad de contemplar cómo se prolonga el
estado inacabado de las obras de ampliación de uno de sus principales recursos
científico-turísticos como es el Jardín Botánico? ¿Puede seguir soñando con inversiones
y proyectos concebidos para modificar su realidad y su propia condición de
destino turístico?
Las
interrogantes apuntan contradicciones, claro que sí. El Puerto de la Cruz trata
de superar un progresivo proceso de decadencia a la vez que se debate entre
incongruencias, incertidumbre y, sobre todo, escepticismo de sus habitantes y
agentes sociales. Un Consorcio de Rehabilitación Turística, enmarcado en la
estrategia nacional Turismo 2020 y
que agrupa a varias administraciones públicas que han dejado la puerta abierta
a la iniciativa privada, intenta, a duras penas, inyectar optimismo y afrontar
una profunda tarea de renovación, cambiando incluso hábitos y enfoques de los
operadores turísticos.
Quiere
proyectar la ciudad, situarla sin reservas en el primer plano de
competitividad, desmontando clichés, exprimiendo valores tradicionales y
renovando recursos. Hasta ahora, su obra de planificación es bastante
estimable, en algunos casos con una visión muy rompedora o vanguardista, apta
para pensar en un porvenir más fecundo; pero se empieza a pedir al Consorcio
hechos tangibles y salvo unas pocas acciones puntuales, la respuesta es a todas
luces insuficiente. Para colmo, ha habido momentos en que los propios
responsables del Consorcio parecían incrédulos o poco entusiasmados con lo que
hacían. Acaso porque están más preocupados en la política efectista y cortoplacista,
no son conscientes de que es una especie de último tren que pasa y al que hay
que subirse como sea para intentar materializar los propósitos anteriormente
señalados, esto es, paliar la crisis, diseñar y construir un nuevo Puerto de la
Cruz, más atractivo, con más reclamos y en condiciones de competir en los
mercados nacional y extranjero.
Se
trata de un destino turístico diferenciado, con una indeclinable vocación, con
unos encantos inigualables… Una ciudad donde todo está al alcance. La que marcó
tendencia, la que brindó generosamente sus atractivos naturales, la que reúne
una oferta difícilmente comparable. Se diría que el Puerto nació para ser
turístico. Su pasado -errores urbanísticos aparte- es un modelo de cómo abrirse
a las corrientes sociales, de cómo prestar unos servicios, de cómo modular su
oferta y de cómo producir una singular fidelización de sus visitantes.
Ahora
intenta remontar. Pero muchas personas no terminan de aceptar que el esplendor
del pasado no volverá. Por tanto, son poco útiles la nostalgia y sus
utilitarismos derivados. Ha de salir en busca de otro tiempo más brillante pero
debe fabricarlo con nuevos soportes, con respuestas innovadoras y con clara
voluntad de cualificar sus productos, si es preciso, especializados, pues no
faltan mimbres o costuras para lograrlo.
Un modelo
propio
La lucha, desde
hace años, es dotarse de un modelo turístico propio. El sector privado ha sido
poco sensible con esta necesidad y ha sido poco participativo. Se queja, a
veces con razón, del tratamiento poco favorable concedido desde la
administración local o desde las instancias políticas. Lo cierto es que, cuando
lo tuvo a su alcance, no quiso contribuir, acaso por otros intereses. El Puerto,
como producto turístico, no
puede circunscribirse en ninguno de los modelos establecidos porque tiene un
poco de cada uno, aunque en la actualidad ninguno de ellos posee atractivo
suficiente como para generar una demanda específica.
No existen eventos
culturales, religiosos o de salud de relevancia suficiente. Cuando han surgido
y han querido consolidarse, siempre a base de tesón, se topa con una extraña
manía de reventarlos desde dentro. Pero es evidente que se precisan uno o dos
acontecimientos sobresalientes al año con la sana ambición, entre otras cosas,
de promocionar el destino. Hay que
añadirlos a la base casi exclusiva de sol y playa. Hay que aprender de los
errores del pasado. El desarrollo turístico de los 70 hizo mucho daño y ahora
nos encontramos con una planta alojativa algo anticuada, pese a los intentos y
a las realizaciones de remodelación merecedores de reconocimiento. Hay que
hacer esa planta más competitiva, con dotaciones y servicios que estén a la
altura de los que pueden encontrarse en otras latitudes y de las exigencias de
la clientela de nuestros días. Es evidente que la gestión empresarial debe ser
realista y entender que los beneficios económicos, teniendo en cuenta las
circunstancias, no pueden seguir siendo los mismos.
Sin embargo,
la situación actual no se puede achacar a una sola causa -la pérdida de miles
de camas en los últimos quince años ha sido alarmante, aunque haya contribuido
a racionalizar la oferta-, aunque probablemente el germen se pueda encontrar en
una errónea concepción de base destinada al turismo de masas (provocado
evidentemente por el atractivo económico de la inmediata recuperación de la
inversión y consiguiente obtención de beneficios).
Una mala visión de
futuro provocó la
destrucción de la gran mayoría del patrimonio que, de existir en la actualidad,
habría sido un gran reclamo. Por el contrario, tenemos un destino maduro,
obligado a trazar perspectivas de renovación y por tanto, atractivo casi en
exclusiva a un cliente de avanzada edad, con escaso poder adquisitivo que
escasamente logra generar ingresos para la subsistencia de los establecimientos
hoteleros y que desde luego no contribuye al desarrollo de la industria
accesoria. Ello ha vetado la posibilidad de decantarnos por un turismo naturalista
o cultural ahora tan pujantes, entre otros.
Sector público
Por otro lado
tenemos la gestión desarrollada por los responsables de instituciones públicas.
La inexistencia de un modelo a seguir ha sido provocada por la dependencia de
otras entidades superiores a la que se ha sometido el Ayuntamiento, limitando
interesadamente el ámbito de actuación del mismo.
La promoción
turística de la ciudad, salvo en determinados períodos muy concretos
(1999-2003), ha estado en estas últimas décadas en manos de la Spet (ahora Turismo
de Tenerife), del Plan del Valle y de entidades consorciadas. La consecuencia
inmediata ha sido la de sustraer, casi en un 90%, el presupuesto que el Ayuntamiento
destina a la promoción de la ciudad, limitando de esa forma su ámbito de
actuación al máximo en pro de un supuesto desarrollo integral del valle como
producto turístico, algo que hasta la fecha no ha fraguado y difícilmente lo
hará en el futuro.
En la actualidad,
el área de Turismo depende sobremanera de Turismo de Tenerife, adhiriéndose
pura y exclusivamente a las acciones promocionales desarrolladas por esa
entidad (FITUR, ITB, WORLD TRAVEL MARKET y pocas más) acudiendo el Puerto siempre con la
precariedad de medios que el escaso dinero que la participación en estos grupos
le permite.
Hay un escaso
margen para gestionar lo que se llamaría el producto interior. Es más, varias
iniciativas o convocatorias en las que participa el área no parecen propias aun
cuando tengan una evidente repercusión turística, como todo lo que se haga en
la ciudad (desde el servicio de recogida domiciliaria de residuos, las Fiestas
de Julio o el funcionamiento de los servicios de seguridad). Pero cada área se
supone que tiene perfectamente asignadas sus funciones, además de un presupuesto
acorde con la programación que debe desarrollar. Los escasos recursos que le
quedan a Turismo, tras detraer las cantidades que debe aportar a las diferentes
entidades participadas o supramunicipales, se está invirtiendo en hacer
actividades para otras áreas.
Rivalidades y diferencias políticas
En definitiva, la
carencia de un modelo turístico es lo que hace que el Puerto prolongue su
decadencia y no despierte el entusiasmo de otrora. Es como si estuviera agotado,
dando palos de ciego, con una legítima demanda popular de un puerto
deportivo-pesquero, trufada de confusión que se refleja en la creencia de
panacea para remontar ese vuelo bajo o ese estancamiento que caracteriza la
evolución de la ciudad en los últimos años. En cambio, para otras causas más
apremiantes y más llevaderas, como la reapertura de la estación de guaguas o
nuevas dotaciones, el entusiasmo o el interés es bastante menor.
Una mayor
implicación de los gobernantes locales en el hecho turístico sería muy
deseable. Sólo así sería posible contestar las preguntas del principio. Priorizar
las ansias por destruir el trabajo del otro partido al interés general de la
ciudad y los intentos de definir el modelo realizados hasta 2003 (turismo deportivo,
turismo de congresos, sostenibilidad, clima, eventos…) sólo abona una política
de enfrentamientos y discordias que frenan muchas iniciativas. En cambio. Hay
que asumir que lo importante es construir y continuar. Lo otro es frenar,
embarullar relaciones y abonar el anquilosamiento.
Hay mucho por
hacer, pues, en un Puerto de la Cruz del que sigue enamorado tanta gente. Hay
que confiar en que el Consorcio pueda presentar, cuanto antes, resultados palpables del trabajo que llevan a
cabo sus profesionales. Hay que erradicar quistes que condicionan el desarrollo
de la ciudad, así como los atavismos y los complejos derivados del derrotismo
victimista. Se impone -lo venimos diciendo desde hace años- un cambio de
actitud; otra actitud, incluso psíquica o anímica, válida para encarar el
porvenir con decidido afán no de devolver a la ciudad el prestigio perdido (por
decirlo con un ejemplo coloquial: el esplendor del ambiente de aquel Puerto Cruz la nuit, ese no volverá) sino de procurar un despegue que la
sitúe en vanguardia del concierto de los municipios turísticos.
Con su
personalidad, con su experiencia, con su historia, con sus reclamos. Con su
iniciativa. Y con lo que sea capaz de emprender y fabricar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario