Fue un mal día para el municipalismo. Y bueno para los
empresarios que aguardaban la decisión del gobierno para fraguar el acceso a
nuevas concesiones del sector público, en este caso, las concentradas en el
marco de los servicios sociales municipales, allí donde hasta el momento, en la
mayoría de los municipios, predominaba la gestión directa, la misma que
alcaldes y ediles habían fabricado, con gran esfuerzo, desde 1979.
El Gobierno
aprobó el Anteproyecto de Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la
Administración Local, sin consenso, tras un largo proceso de negociación en el
ámbito de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) y con el
primer partido de la oposición (PSOE). Se consumó así, a la espera del trámite
parlamentario de enmiendas, un propósito de revisar las bases del régimen local
con un sesgo ideológico evidente que prima sobre el interés general mismo de
actualizar una norma que, lejos de contentar a quienes trabajan en el ámbito
municipalista (incluidos los representantes del propio partido gubernamental),
les confunde y les conduce, especialmente en lo que concierne a las
prestaciones de los servicios sociales, a un horizonte muy incierto.
Es natural,
por tanto, el rechazo de organizaciones políticas, sindicales y sociales que, a
partir del próximo otoño, desplegarán acciones con tal de introducir mejoras en
el texto de la nueva Ley. El ejecutivo, consciente de que el tiempo se le echa
encima, intentará apretar el ritmo de aprobación. Ya veremos si cueste lo que
cueste o, por el contrario, hay una voluntad de ceder con tal de salvar los
muebles. Difícil lo tiene: siendo bien pensados, se diría que es la gran
oportunidad de demostrar que no hay intenciones de un nuevo giro del rodillo de
la mayoría absolutista. Pero…
Quienes
hemos hecho seguimiento de este asunto, desde que se fraguó, no hemos de
extrañarnos de la decisión del Gobierno, al que poco parecen importar las
preocupaciones de las Comunidades Autónomas, las críticas sobre la vulneración
del principio de la autonomía municipal, el futuro de los ayuntamientos
pequeños (menos de diez mil habitantes) y la incertidumbre que envuelve a los
profesionales del sector de servicios sociales, unos setenta mil que asisten a
2,6 millones de personas. Bueno, en realidad: si el dictamen del Consejo de
Estado apenas ha sido tenido en consideración, qué le va a importar al
ejecutivo. Y eso que llegó a hablar el citado Consejo de “intervencionismo
gubernamental abusivo”.
Ni clarifica
la reasignación competencial ni evita duplicidades ni resuelve los problemas de
financiación. Para colmo, es probable que destruya empleo. La nueva Ley, con su
pomposa denominación, restringe la autonomía y la democracia participativa
local. Por lo tanto, un retroceso. Normal el clamor de protesta de los
municipalistas, de quienes se han tragado lo local desde la restauración de los
ayuntamientos democráticos y fueron capaces, a lo largo de sucesivos mandatos,
de crear estructuras por las que nunca se interesó la iniciativa privada.
Ahora, son más que evidentes los riesgos de supresión o reducción a la mínima
expresión de servicios sociales, escuelas infantiles y apoyo educativo, ayuda a
la dependencia, centros de información a la mujer, actividades culturales,
recreativas o deportivas o la misma protección a los consumidores.
¿Serán los
ediles y los ciudadanos conscientes de lo que se avecina? La privatización o
gestión indirecta de los servicios significará, en la práctica, un aumento de
las tarifas y la ausencia de canales de participación y control por parte de la
ciudadanía. Y sin garantías, claro, de que mejoren las prestaciones,
cuantitativa y cualitativamente.
Ya
escribimos sobre el criterio ultraeconomicista en que se basa el Gobierno para
seguir adelante con esta Ley: el previsible ahorro -¿de dónde sale?- de ocho
mil millones de euros en los próximos años. Pero se castiga a los
ayuntamientos, las instituciones que mejor han sobrellevado los objetivos de
contención del déficit público. Y ahora se les pone el caramelo de estimular o
premiar a los que se fusionen.
Agosto,
teóricamente, sosegará los ánimos de quienes han venido expresando sus
divergencias con la nueva normativa local. Harían bien en ir aunando esfuerzos
para aglutinarse ante un hecho que pueden y deben probar: otro municipalismo es
posible. El que se vislumbra con esta norma, desde luego, es para echarse a
temblar.
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