En
la rica experiencia personal del municipalismo, hay algunos episodios -si se
quiere, domésticos- que ilustran no sólo la heterogeneidad de los problemas
sino la disconformidad y hasta la misma insolidaridad que abunda a la hora de
hacer factibles algunas soluciones, a veces las únicas que hay.
Recordamos, por ejemplo, el caso de
aquellos vecinos que visitan un día la alcaldía reclamando medidas de
vigilancia en una zona pública recreativa muy bien dotada, pues es una pena
(más o menos) que los chicos o los gamberros la destrocen después de que haya
quedado tan bien y sea el único sitio de la zona donde sentarse a hablar, leer
o distraerse un rato.
No dispusimos uno sino dos guardianes, en otros tantos
turnos donde cumplían con las tareas de cuidar el entorno e impedir que el
vandalismo campara a sus anchas. Apenas pasó una semana cuando las mismas
personas que habían visto satisfecha su justa reivindicación plantearon la
conveniencia de suprimir la vigilancia porque los guardianes (más o menos) les
quitan la pelota a los chiquillos y no les dejan usar la bicicleta.
Cuando los vigilantes dejaron de prestar sus
servicios, aquel espacio público fue pasto del destrozo, un escenario de
abandono con un aspecto que llegó a ser desolador. Natural. Aquellos vecinos no
reivindicaron más.
Esos contrasentidos se registran
también a la hora de modificar el sentido de circulación rodada de una vía, por
racionalidad o por seguridad, o de instalar unos contenedores para residuos,
petición en la que insisten los titulares de algunas viviendas, de un bloque o
de un chalé, porque tenemos que salir (más o menos) y dejar las bolsas o las
cajas y nos queda lejos, la verdad.
Cuando es estimada la solicitud y se procede a la
colocación de los depósitos o de los recipientes, surge de inmediato la
respuesta de los mismos peticionarios: “No, aquí no”. Porque están cerca,
porque les molesta, por mal olor, porque les resulta antiestético, que esa es
otra de las razones cada vez más esgrimidas.
“Aquí no”, se ha convertido, desde luego, en una de
las expresiones más comunes en los ámbitos ciudadanos. Ha terminando generando
una cultura de lo negativo, una posición que resulta en sí misma una
complicación, un prejuicio y una actitud nada favorable en la toma de
decisiones o en la solución del problema.
Este existe: es una carencia, es un trastorno, es una
necesidad. Todos o casi todos, de acuerdo. Pero “aquí no”. Cuando llegar la
hora de satisfacer la demanda, los mismos que la producen se niegan, no quieren
tener en las cercanías de su domicilio ni un parque infantil ni los
contenedores ni los centros de atención a los toxicómanos ni la sede de una
dependencia policial ni un para la guagua o el taxi y no digamos si se trata de
una gasolinera.
En las ciudades pequeñas, allí donde los núcleos de
población están colmatados o el suelo es escaso y muy caro, es difícil
contentar a todos sea cual sea la solución adoptada. Porque, aunque sea de
Perogrullo, siempre habrá quien se sienta perjudicado.
En cualquier caso, este “aquí no” contagiado, esta
negativa sistemática, estos adverbios están gestando un déficit de convivencia
y un clima de insolidaridad a la vez que de rechazo a los gobernantes de turno
muy preocupantes. “Aquí no” es ya algo más que una tendencia, es una
complicación difícil de revertir y pone de relieve, he ahí lo grave, la pérdida
de valores cívicos y la deshumanización de las ciudades.
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