En el curso de una
conferencia dictada en 1995, el ex presidente de la Generalitat de Catalunya,
Jordi Pujol, afirmó: “La financiación de los partidos políticos es un misterio,
pero un misterio de aquellos que no son un misterio, porque están muy claros,
pero que siguen siendo un misterio”. Vuelvan a leer, sí; aunque saldrán igual
de confundidos. Es un auténtico galimatías, es un planteamiento ininteligible.
Pero no hemos rescatado ese fragmento a propósito de la situación
en que están inmersos Pujol y su familia así como por determinados
acontecimientos recientes, sino como uno de los ejemplos de expresión
dialéctica de algunos políticos que también contribuyen a fomentar el rechazo
que despiertan. Se puede y se tiene que hablar mejor. No se exige que sean oradores
de postín pero sí que se manifiesten en público con más rigor, sin incurrir en
esa acepción despectiva de la retórica, consistente en el uso impropio o
intempestivo del definido como arte de bien decir.
“¿Por qué tantos políticos hablan así (de mal)?”, titulaba
hace poco Miqui Otero en las páginas de El
País intentando descubrir las razones de tantos errores dialécticos que, en
algunos casos, sustancian auténticos absurdos. Alude el autor del interesante
trabajo a las variables de la neolengua, seguramente acentuadas por la carencia
de correcciones, no aportadas pues por el entorno. O no atendidas si se produce
el caso contrario. Y hasta la falta de interés de quien se equivoca en revisar
sus propias palabras, plasmadas en titulares de prensa, es otro factor a tener
en cuenta.
No son de extrañar, entonces, los lapsus, los patinazos y
las paradojas. Durante mucho tiempo contaron sus autores con la benevolencia de
los periodistas que concedían escasa importancia a los errores y no querían
hacer sangre al poner en evidencia a quienes hablaban en público con poco rigor
y soltaban auténticas ‘perlas’ dialécticas, fácilmente criticables. Hoy, entre
hemerotecas, buscadores y otros soportes memorísticos, por fortuna, ya no es
así.
Ya no son contrasentidos ni barbarismos ni vocablos
inapropiados ni soeces siquiera. Sino conceptos equivocados, una alarmante
falta de ilación, patadas a la concordancia, el reguero de eufemismos, en suma un
lenguaje ininteligible y farragoso. Otero llega a concluir que hay una
premeditada escasa concreción por parte de quienes protagonizan esas salidas de
pata de banco, pero resulta demasiado arriesgado -aunque de boutades también se vive- exponerse a
ridículos que, ciertamente, son difíciles de borrar u olvidar.
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