Mucho
se ha hablado de vino estos días. Un fraude que no es nuevo pero que ha saltado
ahora a los medios, fruto, seguramente, de alguna maldad, que esta tierra, con
toda lo buena que es su gente (o de eso presumimos de vez en cuando), se las
gasta intencionadas cuando algún daño hay que hacer.
Por
el fraude y por el libro de Rafael Lutzardo, por cuyas páginas se pasa de un
tirón con ganas de saborear alguna de las sabrosas especialidades escogidas y
una cuarta -esa es la medida tradicional, ¿no?- de vino del país, que esta era
la forma de identificarlo o denominarlo antes de la expansión de los mercados y
del crecimiento de los guachinches que figuran ya, por cierto, hasta en la
literatura administrativa autonómica.
La
presentación del libro (véase nuestra entrada de ayer viernes 3) nos permitió
rescatar aquellos “lugares de perras de vino” del Puerto de la Cruz,
gradualmente desaparecidos a medida que el turismo iba imponiendo sus usos,
costumbres, ofertas y exigencias.
Los
portuenses fueron buscando otros rumbos para no perder la tradición de “visitar
altares” y dar continuidad a las meriendas o al vaso de vino sin más (bueno,
también con manises o aceitunas y queso blanco). Iban descubriendo sitios,
“partetas” que decían, que luego semiocultaban o hablaban de ellas muy
reservadamente, como para que nadie compartiera las “exquisiteces” aparecidas.
Y
así, empezaban a presumir luego de dos cosas: una, la calidad del caldo bebido.
Quizá no eran capaces de argumentar dos rasgos distintivos pero exclamaban:
“¡Tiene un vino!”. Eso servía para repetir la visita o como expresión
propagandística de ese sistema ‘boca-oído’ que tan buenos resultados ha
reportado.
La
otra era la cuenta. Memorizaban de corrido los artículos consumidos y la
recitaban, enfatizando el resultado final, sobre todo si aparentaba ser barato
para la calidad de lo que se había digerido. Quizá ahí comenzó a cobrar cuerpo
lo de la relación calidad-precio. En otras ocasiones, no: cuando la cantidad
parecía elevada y se distribuía entre los cuatro, seis o los comensales que
fuese, comentaban con fastidio: “¡Nos pegó una clavada!”.
He
ahí otras formas de interpretar el costumbrismo portuense. Se conservan estas
manifestaciones, es más, se van transmitiendo. Aunque haya vino adulterado y
algunos precios se han disparado.
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