Salvo milagro, habrá nuevas elecciones legislativas. Se
consumó, pues, lo que se barruntaba. Incapaces de transar, aferrados a
posiciones irreductibles, refugiados en personalismos y en argumentos
dilatorios, anteponiendo intereses propios a los generales y obsesionados con
derribar al adversario, los partidos políticos entonan su fracaso. Vuelta a las
urnas. Que, después de todo, no es la peor solución. Sobre todo, después de
prever la cantinela de las culpas en un juego absurdo de ida y vuelta.
El pueblo quiso el pasado 20-D que los partidos hablaran y
alcanzaran un entendimiento para fórmulas de gobernabilidad, y con seguridad,
abrieran nuevas páginas de la historia política que poco tuvieran que ver con
la pesadilla de crisis y corrupción de los últimos años. Pero no: ese propósito
se ha visto truncado. No han sido suficientes los gestos ni los pasos adelante
ni las ofertas ni los intercambios ni las comisiones negociadoras.
La conclusión es que hemos asistido a la legislatura más
breve de la historia de la democracia. Breve y singular, tanto, que ni siquiera
un diputado dimitido será sustituido mientras un Gobierno que no permitió fuera
fiscalizado alargaba sus claroscuros en medio de la indiferencia casi total.
Queden para la posteridad escenas que ya forman parte del lado circense de la
política y frases y votaciones cuyo valor es el que cada quien quiera darles.
Volver a empezar. Proceso: candidaturas y programas. Debates.
Discusiones cansinas por los debates. Encuestas. Manipulación interesada de las
encuestas. Hasta el Rey se ha permitido recomendar moderación y austeridad en
la campaña que se avecina. Medio año perdido. Advertencias de nueva recesión
económica. Cifras mareantes para cumplir con previsiones de déficit. Y la
hucha, la de las pensiones, menguando. De la prima de riesgo, aunque crece,
pocos se acuerdan.
España es así.
Y eso que venía la nueva política.
País.
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