Paco Pomares dijo
de él “nuestro Kapuscinski local”, sin exageración alguna, según su propia
confesión. Tiempo después, Pepe Naranjo, periodista grancanario, bregado en los
paisajes africanos más inhóspitos y en las realidades sociales más abruptas, ha
sido distinguido con el premio Canarias de Comunicación, que recibe en ocasión
del Día de la Comunidad Autónoma, allí, en su propia isla natal.
Conocimos a Naranjo mientras anduvimos
por la Delegación del Gobierno en Canarias, junto a José Segura, cuando se
desató la crisis de migrantes de varios países, también denominada de los
cayucos -embarcaciones artesanales sin quilla, utilizadas preferentemente para
la pesca- y en el fondo, una auténtica tragedia humana que, a duras penas, y
con grandes esfuerzos en todos los ámbitos institucionales, políticos y
administrativos, fue mitigada no sin tensiones ni sinsabores.
Naranjo estuvo allí, en la Delegación y
en los escenarios de llegada en el litoral insular. Allí estaba para informar,
para pedir datos estadísticos, para nutrirse de los primeros testimonios, para
desdeñar las anécdotas… Siempre puntual, siempre comprometido, de inmediato se
advertía que Pepe no era un periodista más, mejor dicho, no era un periodista
cualquiera: aquel fenómeno de la inmigración irregular le dolía, sus querencias
por el costumbrismo africano, por el desesperante
drama social que se vivía allí, a tan pocos kilómetros y que él conocía desde
sus entrañas, en el propio territorio de los hechos, de las carencias y de las
ilusiones, de las incertidumbres ignotas pero peligrosas y de la solidaridad
más elemental, hacían de aquel reportero inquieto y curtido un profesional al
que la audacia le resbalaba con tal de transmitir atinadamente lo que
despertaban sus agudos sentidos periodísticos.
Cuando acudimos a la presentación de Los invisibles de Kolda (Ediciones
Península, 2009), el libro escrito junto a Magec Montes de Oca, con quien
compartimos tareas profesionales en el Ayuntamiento de Las Palmas de Gran
Canaria, comprendimos mejor la sensibilidad de Naranjo con aquel mundo. El libro
estaba concebido para mitigar una deuda impagable con las familias de los
chicos que han muerto durante su viaje hacia Europa. “Ellos han revivido su
dolor para que yo pudiera contarlo”, escribía el autor que confesaba su gran
responsabilidad y el deseo de no haberles defraudado, tras aquel naufragio de
un cayuco que, en la primavera de 2007, se cobró la vida de ciento sesenta
jóvenes procedentes de la región de Kolda, al sur de Senegal.
Aquel acto, en medio de una atmósfera
en la que se mezclaban espontaneidad y emociones, sirvió para conocer de
primera mano el testimonio de un periodista “en las tierras donde no hay un estanque ni un
tractor”. Por eso, no se agotó su visión plasmada en relatos sino que la
extendió con solidarias aportaciones personales, de trabajo, de ayuda humana,
de enseñanza… Las páginas de aquel libro eran el rostro de la tragedia.
Contrariamente al título, las lágrimas sí eran visibles.
Pepe Naranjo prefirió África, sus
desafíos, sus dramas sociales -entre ellos, el ébola, del que también puede
hablar con propiedad- a los cansinos debates de la sociopolítica canaria. Por
eso siguió en aquel mundo, tan distinto y tan cercano a la vez, del que sabemos
más gracias a su empeño y a su ejercicio, ahora reconocidos con el premio
Canarias de Comunicación que en esta ocasión -sin desmerecer galardones
anteriores- sabe a esencia periodística, a frescura reporteril, a compromiso y
riesgo, a testigo o notario de odiseas.
Paco Pomares acierta cuando le define:
el Kapuscinski local.
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