Aparecieron más casos en la
pasada campaña electoral para engrosar el corruptómetro nacional. Ahora, con
los resultados ya sobre la mesa, corresponde analizar a los partidos políticos
su incidencia en los comportamientos electorales. ¿Habrán influido más o menos?
¿O nada?, como ha venido sucediendo en algunas comunidades y ciudades en los
últimos años. Recordemos que en otoño habrá nuevos comicios, legislativos, y
entre las estrategias habrá que determinar las posiciones que se fijen sobre
este problema, tan preocupante para la población española según las encuestas
de opinión, pero de fácil olvido o de notable abstracción cuando llega la hora
de las urnas.
En realidad, no hay que extrañarse de estas actitudes cuando
un reciente informe de la consultora Ernst
and Young sobre fraude y corrupción en treinta y ocho países revela que el
soborno y la corrupción misma ha sido justificada por el 69% de los directivos
españoles “como práctica para generar nuevos beneficios de manera rápida”. No
es el diez ni el veinte, no: es el sesenta y nueve por ciento. Se subraya
porque los registros españoles superan la media de Europa occidental que se
sitúa en el treinta y cinco por ciento y están también por encima de países con
mercados emergentes. La percepción en nuestro país, con respecto a 2013, se
incrementa en un cuatro por ciento. España es la segunda nación de la Unión
Europea (UE), junto con Grecia, en cuanto a la generalización de la corrupción.
País de corruptos, pues, en el que ojalá operen cuanto antes
los efectos de pretendidos antídotos como los que teóricamente entrañan las
nuevas leyes de transparencia y de acceso a la información pública. Aunque
mucho nos tememos que es una cuestión de ética, de cultura cívica, de
principios, en definitiva. Y esa no tiene una fácil respuesta. Hasta ahora,
parece que han servido de muy poco los procesos de persecución penal, por lo
demás, como se sabe, excesivamente lentos: habrá que aguardar a resoluciones
judiciales para contrastar si resultan ejemplarizantes.
Esta normalización de la corrupción, entonces, se convierte
en un hecho preocupante, pese a que han mejorado algunos estándares con la
normativa regulatoria y las exigencias de algunos códigos éticos. El próximo 1
de julio, por cierto, entra en vigor el nuevo código penal que hace recaer la
responsabilidad en las personas jurídicas.
Pero para los directivos encuestados, el nivel de compromiso de la alta
dirección de las empresas con las normas éticas es bajo y se sitúa en niveles
inferiores a la media de la UE. Hay una elevada sensación de impunidad que se
acentúa cuando se pregunta por el dinero presuntamente obtenido de forma
ilícita o ha sido desviado y no hay una respuesta convincente: nadie sabe dónde
está ni siquiera si es posible recuperarlo.
La sociedad, las instituciones, los poderes públicos y
financieros tienen que hacer un gran esfuerzo para superar esta lacra, que
habrá existido toda la vida y en todos lados, pero ello no es un argumento para
cruzarse de brazos o dejar hacer o limitarse a convivir. No basta con la
tolerancia cero tan predicada en algunos ambientes pero que solo se practica
con los débiles mientras los más poderosos siguen practicando, por ejemplo,
fraude fiscal o evasión de capitales. Ese reconocimiento de un altísimo
porcentaje de directivos españoles sobre el soborno y la corrupción es un
inquietante factor de la actividad económica, de los volúmenes de negocio y de
la convivencia misma.
Es como si se alimentara permanentemente la sospecha. Y así
no se puede seguir. A ver: leamos de nuevo los resultados de ayer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario