El
escritor segoviano Andrés Sorel, fundador en 1984 del diario
Liberación
y
director de la revista República
de las Letras, publica
un artículo pesimista titulado “La política ya es solo
televisión”. Es una reflexión interesante que plantea hasta qué
punto la degradación de la política se ve acentuada por el abuso
del medio televisivo, al que se acude para fines no puramente
informativos ni explicativos siquiera sino para aprovecharse de su
fácil accesibilidad, de su indiscutible poder de penetración -ya
nos gustaría ver los índices de audiencia si estos dependieran de
la lectura de diez páginas de un libro, no más-, de los efectos
persuasivos en el lucimiento personal, de la frecuente complicidad de
entrevistadores y conductores, de la sutil o descarada propaganda y
hasta de las redifusiones dichosas, en el caso de canales autonómicos
y locales.
En
las dos últimas campañas de las elecciones legislativas que no
arrojaron luz sobre la gobernabilidad del país, ya pudimos
contrastar el empeño de las cadenas en ofrecer productos distintos:
candidatos ‘humanizados’, tratados desde una dimensión más
personalizada, sus gustos, sus habilidades… Parecía interesar más
su contribución a las tareas domésticas, sus hábitos de lectura de
prensa deportiva o el supuesto manejo en redes sociales que las
medidas a adoptar para frenar el déficit público o un nuevo modelo
territorial y, por ende, de financiación autonómica. No es que lo
primero esté mal, pero… “¿Qué hará para evitar que colapse el
sistema educativo?”, como que interesa más proviniendo la
respuesta de quien aspira a gobernar o de hecho es responsable
público de departamentos y políticas sectoriales.
La
naturalidad, la distensión, la apariencia de cercanía, el atuendo
(por supuesto) son cualidades indispensables. Se trata, sobre todo,
de sonreír, sostiene Sorel. Se pregunta: “¿Quiénes no sonríen
en el cansino espectáculo de las fotos histéricas que han enterrado
el diálogo, la controversia; quiénes no aplauden ante la turbamulta
que levanta las manos y se aprietan en masas que, da igual, se
congregan en un partido de fútbol, ante una bandera -cualquiera de
ellas- el líder político, hombre o mujer que ya parece figura del
celuloide, o en el recinto en que se contorsionan, saltan, aúllan
aquellos que dicen ser músicos?”.
Sonreír
o cómo fracasar en el intento. O cómo perder equis puntos en la
percepción de los cientos, miles de seguidores, muchas veces
convenientemente aireados para que el post-debate o la
post-entrevista adquieran determinado sesgo favorable. Sonreír como
síntoma de seguridad o como expresión de aplomo y dominio en el
plató. Sí, ya: todo eso se llamaba antes telegenia. Pero ahora hay
que poner énfasis en la sonrisa, “porque la única batalla
ideológica que ya se plantea en el plató de la representación
-escribe Sorel- es el bien asimilado ensayo de ver quién sonríe
más, quién se muestra más simpático, atractivo, sea hombre o
mujer, aunque como siempre no hay regla sin excepción...”.
Y
claro, es fácil adivinar las consecuencias. Los destinatarios de la
prolífica sonrisa, de los mensajes acartonados, de los lugares
comunes, de los discursos plúmbeos y de las acusaciones aprovechando
la ausencia, eso que llaman la gente, la sociedad, los vecinos o la
ciudadanía, carecen ya de opinión propia. Es tremendamente crítico
Andrés Sorel cuando escribe que “son fieles de la religión que
impregna su tiempo de ocio y que, a su vez, es programada y divulgada
por los burócratas políticos invitados por los burócratas
mediáticos. Eso sí, todos al servicio del gran Profeta y señor del
tiempo, la Publicidad. Porque necesitan fieles mudos, pasivos como
buenos consumidores, para conquistar el Poder o, al menos, vivir en
la bien remunerada burocracia que conforma sus aledaños”.
De los conductores pro y anti
y de los insultadores impunes es preferible no hablar. A ellos
también (por fortuna, no todos) les sonríen.
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