La
ciudad amaneció el pasado fin de semana sin uno de los elementos
arquitectónicos distintivos de uno de sus paseos principales y más
transitados; pero algunos habitantes no reaccionaron hasta bien
entrada la mañana del lunes, cuando el vacío era ostensible y las
huellas de la desaparición, traviesas incluidas, quedaban al
desnudo. El estupor y la indignación fueron en aumento hasta que,
inevitablemente, desembocaron en las redes sociales y posteriormente,
cuando el asunto ya era un clamor popular, en algunos periódicos y
medios audiovisuales.
Uno
de los primeros hoteles de la ciudad, el Marquesa, que data del siglo
XVIII, un inmueble catalogado, declarado Bien de Interés Cultural
(BIC), había sido despojado de uno de los dos balcones de su
llamativa fachada, ya evidentemente mutilada. Un balconicidio
pues. Cómo si no hubieran sido
suficientes los despropósitos constructivos que ha padecido, el
hotel volvía a sufrir un quebranto no se sabe si reparable, por
muchos apremios y por muchas recomendaciones de recuperación que se
hayan acumulado. A conejo ido...
Prescindamos
(por ahora) de las circunstancias personales que concurran en el
presunto infractor, de los hechos objetivos (deterioro, peligrosidad,
inseguridad...) que pudieran haber sustanciado la retirada y hasta de
la inicial inhibición administrativa, solo modificada cuando el daño
ya estaba hecho, para detenernos en la necesidad de ser más
sensibles y cuidadosos con el patrimonio histórico, arquitectónico
y de todo tipo. Difícilmente se encontrará un lugar en la isla,
según ha quedado acreditado, de mayor indolencia hacia sus propios
valores tangibles, hacia su conjunto patrimonial, hacia su acervo,
hacia su personalidad urbanística. Nos gustaría saber qué suerte
habrá corrido un acuerdo plenario, adoptado por unanimidad, de no
hace mucho tiempo, encaminado a crear un consejo municipal que velase
por la protección y promoción del patrimonio e impidiese más
agresiones, como esta del balconicidio, cuya
justificación es difícilmente argumentable (Un arquitecto
especialista en restauración se llevó las manos a la cabeza cuando
se enteró del hecho: “¡Hasta el Marquesa! No me lo puedo creer”,
exclamó).
Está demostrado
que no sirven ni se tienen en cuenta las medidas preventivas, las
directrices de planeamiento y las ordenanzas específicas. Se
respetan poco o se incumplen. La sensación que se va amasando y que
va quedando es que se puede hacer lo que se quiera pues la
permisividad es incomensurable, la inspección apenas existe y, por
lo general, no pasa nada. No puede ocurrir que una tipología
urbanística tan señalada esté amenazada de daños o agresiones.
¿Era
ésta la agilidad que se pretendía con la delegación de
competencias urbanísticas? Seguro que no, nos apresuramos a
contestar. Pero hay que verificar las reacciones, con hechos y con
pruebas. ¿Para esto quieren promotores y empresarios menos normas y
menos burocracia? Pues habrá que responderles que benditos sean
todos los controles posibles con tal de evitar los atentados
urbanísticos y los caprichos unipersonales sin el más mínimo
respaldo técnico. ¿De qué valen las protecciones y conservaciones
de cascos y perímetros? ¿Es así de tolerante la administración
competente con situaciones similares o es que hay temor a los
descontentos derivados de expedientes de infracción abiertos?
Pareciera que a más corsés y más estrictos ajustes, mayor
permisividad.
Solo
un hecho positivo se desprende de este nuevo desmán: menos mal que
las consecuencias y las reacciones habrán servido para frenar otro
posible balconicidio: el
del artístico elemento central de la fachada del Marquesa, al que
ojalá guarde el sentido común. Y el celo, un poquito de celo.
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