Odiador.
La voz es, en sí misma, antipática, no dan ganas de pronunciarla.
Pero la figura se va imponiendo, tanto en medios digitales como
audiovisuales,
El
Código Penal español tipifica el delito de odio en su texto
articulado: atentar contra la dignidad de las personas por el mero
hecho de padecer éstas una enfermedad o una discapacidad o de
pertenecer a un grupo o a una identidad religiosa, sexual o étnica.
La incitación al odio y a la violencia puede ser castigada hasta con
cuatro años de prisión, la misma pena para aquellos que
“distribuyan, difundan o vendan escritos o cualquier otra clase de
material o soportes que, por su contenido, sean idóneos para
fomentar, promover, o incitar directa o indirectamente al odio,
hostilidad, discriminación o violencia”.
El
odiador está ahí, en su pantalla, en su emisora de radio, en su red
social, en cualquiera de las infinitas opciones de internet. En su
laberinto, con unas finalidades muy claras. Es la persona que odia
algo o a alguien y dice o escribe cosas desagradables y hasta critica
sus logros, principalmente en el contexto digital. Los lingüistas ya
han precisado los antecedentes: en la Fundación del Español Urgente
(Fundeu), se remontan al siglo XIX para hablar de esta persona como
“poco amigo de la escolástica y acérrimo odiador de la barbarie
literaria”, como figura en el Corpus Diacrónico del Español, y
cuyo uso puede extenderse a ese contexto y al de las redes sociales.
En cualquier caso, existen otras expresiones, acaso más
transparentes, como enemigo, detractor, difamador, maldiciente,
faltoso, el que odia...
La
abogada penalista Ruth Sala resume, en un trabajo titulado Incitación
al odio y libertad de expresión, las
características de la sociedad en que la figura del odiador se va
imponiendo: “Nos hemos convertido -escribe- en poseedores de un
poder que nos hemos atribuido libremente para destrozar la reputación
de alguien en un segundo”. Es un ser que desahoga su bilis y hasta
su cólera sin importarle el daño que causa, favorecido, además,
por unas coordenadas de cierta impunidad. Es muy explícita la
abogada Sala cuando, al tratar de aclarar qué es la incitación al
odio, recurre a una sentencia del Tribunal Supremo de 19 de febrero
de 2015, en la que se señala que el pensamiento no delinque, y lo
que se criminaliza “son hechos externos que ensalzan tal odio y que
constituyen hechos tipificados como delito”. La autora, por tanto,
entiende que incitar al odio “para la comisión de un hecho que es
considerado delito, eso sí que es incitación al odio”.
Claro
que entonces llegamos a la dicotomía con la libertad de expresión.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos, citado por la propia Ruth
Sala, reconocía en marzo de 2011, que “el derecho a la difusión
de las ideas incluye y abarca no solo a las inofesivas o indiferentes
sino también a las que chocan o inquietan en la medida que, sin tal
libertad, pluralismo y tolerancia, no hay sociedad democrática”.
¿Dónde está el límite pues a la libertad de expresión? “Solo
se encuentra en el discurso de odio o de incitación a la violencia”,
especifica el citado Tribunal Europeo.
El asunto da pie
a una discusión jurídica de envergadura porque si se desata un
efervescente aluvión -sobre todo en las redes- de opiniones,
ataques, menosprecios, vejaciones, infundios e injurias, cómo
encajarlo y cómo tratarlo. Hasta en los mensajes que se cuelan en
programas televisivos, seguro que inducidos o predispuestos por los
locutores de turno. La gran verdad es que no hay tipificado nada que
pueda sancionar una convocatoria masiva para atacar a una persona.
Pero
el odiador gana terreno, he ahí lo preocupante. Está de moda,
cuando menos. Las audiencias deben ser conscientes de que están
expuestas a otro fenómeno de manipulación difícilmente
controlable. Un fenómeno perverso que arrastra a centenares por no
decir miles de personas, las persuade y las fideliza. Ya lo advirtió
el guionista, dramaturgo y actor norteamericano, Aaron Sorkin, autor
de la inolvidable Algunos hombres buenos: “Quizá
sea este el triste destino de la televisión: un lugar en el que
practicar nuestro desprecio”.
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