¿Exacerbado
localismo?¿Larvada xenofobia?¿Inapropiado fundamentalismo?¿Desmesurado
rechazo?¿Ciega pasión?
Cuidado. Los hechos sucedieron durante la convocatoria pública
que en el salón de plenos del Ayuntamiento del Puerto de la Cruz trató sobre el
proyecto de remozamiento del paseo San Telmo. Y son preocupantes: algunas
manifestaciones denotaban hasta un cierto irrespeto por el trabajo profesional
de quienes no nacidos en la localidad intentan aportar con lealtad su saber, su
creatividad y su competencia.
Ojalá queden en brotes perecederos aquellas expresiones poco
gratificantes, conocida la tolerancia de los portuenses como una de sus
virtudes consustanciales y como uno de los factores derivados de la convivencia
histórica con gentes de otras latitudes y de otras culturas. No es de extrañar
que los aludidos -muy consecuentes y condescendientes durante la sesión, aunque
la procesión fuera por dentro- se sientan con ganas de abandonar e invertir sus
afanes en causas donde, al menos, no se desvirtúen de forma tan inadecuada.
Deben saber, en cualquier caso, que la idiosincrasia de los
portuenses no es así. Puede que el estado de ánimo, la decepción ante la
incapacidad de la ciudad para despegar y superar la decadencia, el desencanto
ante la gestión pública y el conformismo privado influyan negativamente y
generen no sólo desconfianza o recelo sino también rechazo. La falta de
soluciones prácticas y la insensibilidad para identificarse con los hechos
propios han desembocado en una incredulidad que va adquiriendo, por lo visto,
estas inquietantes formas de repulsa. Pero, por lo general, los ciudadanos han
sido receptivos con ideas de foráneos, sin necesidad siquiera de preguntar el lugar
de procedencia. Si en algún lado de Canarias la internacionalización eclosionó
fue en el Puerto de la Cruz.
Pero ni un ataque de autoestima sobrevenida justificaría esa
negativa evolución. Y mucho menos aceptaríamos la influencia que se pueda estar
ejerciendo desde una pantalla donde se suceden impunemente los dicterios y los
denuestos hacia la ciudadanía capitalina, por ejemplo. El cosmopolitismo de la
ciudad se contrasta, precisamente, en una convivencia pluralista como en muy
pocos lugares puede registrarse. Su indeclinable vocación turística cristalizó
a partir de una relación humana universalista, alentada día a día por el
diálogo, por el trabajo, por la integración, por la mejor impresión que debían
llevarse quienes nos visitaban.
No, los portuenses no somos localistas hasta la irritación o el
enojo de quienes reciben encargos o invitaciones para dejar su huella entre
nosotros. Ahí están los ejemplos de Manrique, Amigó, Olcina, Díaz de Losada,
Alfonso Eduardo Pérez-Orozco, Jalvo… por citar solo algunos que interpretaron
muy bien el sentir de los portuenses y sus aspiraciones. Y tampoco, a estas
alturas, va a estar cuajando una cierta hostilidad hacia todo lo que nos venga
de fuera. Con fundamentalismos ya es sabido que únicamente se generan enconos y
odios. La pasión jamás debe cegar y descalificar las vías de la pericia. De
modo que una actitud de rechazo, que puede ser comprensible supeditada a las
circunstancias, tiene que ser lo suficientemente moderada como para producir
efectos correctores y revisiones consecuentes. Pero ni política de campanario
ni localismos trasnochados.
Es duro tener que escuchar que se debe abandonar un trabajo o una
iniciativa “porque ustedes no son de aquí”. Al contrario, puede que los
portuenses estén, por primera vez en muchísimo tiempo, dando importancia a
cosas que menospreciaron: sus valores, su personalidad, su porvenir. Hay que
agradecerlo, desde luego, después de décadas descansando responsabilidades en
terceros o desentendiéndose de aquello que le era consustancial. Pero que esa
reivindicación no signifique exclusión ni repulsión. Ni siquiera bronca
coyuntural.
Lo cantó Alberto Cortez: “No me llames extranjero, que es una
palabra triste. Es una palabra helada, huele a olvido y a destierro”. Aquí, los
extranjeros han sido aliados. Y salvo excepciones, no han inspirado tristeza. Si
el respeto, la tolerancia, la liberalidad y la generosidad fueron virtudes,
practicadas históricamente en mayor o menor medida; si en otros tiempos, puede
que tan o más difíciles que los presentes, fueron los portuenses capaces de
ponerlas en práctica, ahora hay que volver a hacer gala de ellas.
Hay que lucirlas. Que no se diga que la cumbre diaria, como
alguien definió hace unos años el quehacer de la ciudad, se ha convertido en
una lona inhabitable.
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