Lástima
que no se conozca al autor porque hoy, en Canarias, con todo lo que
está sucediendo en el ámbito de la política, habría que
ponderarle y aplaudirle sin reservas. “La confianza se gana, el
respeto se da, la lealtad se demuestra. La traición a alguna de las
tres provoca perder todas”, es la frase sobre la que debería
bascular la reflexión de quienes, de algún modo, están siendo
protagonistas de los episodios que han llenado de sombras e
incertidumbres la política en las islas, muy dada en otras épocas
al surrealismo: es como si prefirieran la inestabilidad, el encono,
la diatriba y el revoltillo. O la búsqueda de la gloria efímera de
los titulares gruesos o llamativos, esos que en forma de supuestos
mensajes animan el campo de las susceptibilidades y los recelos.
Claro: no hay problemas que resolver ni demandas que atender ni
gestiones que completar ni proyectos serios que desarrollar.
Canarias, en política, huye de la lógica y de la coherencias, no
escarmienta, prefiere entretenerse en el cuerpo a cuerpo de
escenarios donde los actores interpretan papeles ya conocidos de
obras ya sabidas. Juegos de poder, que dicen.
Luego,
cuando se va despejando el paisaje tras la batalla, por muy
fronteriza, por muy diminutiva que sea, se desperdigan los lamentos y
los palos a la madriguera del refranero se reparten en un ejercicio
infructuoso que solo sirve para acentuar la desafección de la
sociedad hacia la política en general. Alguien, juicioso sin duda,
se preguntó si tan difícil es cumplir lo que se acuerda, aquello
que se rubrica en defensa de los sacrosantos intereses generales de
la ciudadanía y que se evapora en un santiamén a poco que se
encuentre un pretexto, incluso poco fundamentado, que tiene arreglo
pero hace que el descosido se torne en grietas cada vez más
difíciles de soldar. Agotado, escéptico y sin creer ya
prácticamente en nada ni en nadie comprobará que aquel paisaje le
resulta familiar y pensará que los canarios no tenemos solución.
Los remedios solo sirven para eso: para aliviar y escapar una
temporada hasta que suture de nuevo, hasta restituir la
inestabilidad.
Qué
poco dura la confianza, ¿verdad? Lo que cuesta ganarla y cuando
parece que las partes la tienen, resulta que no la han cultivado lo
suficiente. Crean órganos para atenderla y hacer un seguimiento. Y
hasta para arreglar alguna discrepancia, que es natural, por otro
lado, que exista. Pero no: por intereses, ambiciones o pruritos más
o menos insondables, la confianza se va deteriorando y se hace poco,
o nada, por restituirla a su estado original. Hasta que desaparece
del todo. Sin confianza recíproca, no hay confianza que valga.
Y
si no hay respeto, pues poco puede pedirse o exigirse. A las formas y
a los contenidos de lo acordado, de lo asumido, para no estar dando
vueltas. Cuando se pierde o no se dispensa, no quedan ni arrestos
para despedirse como mandan los cánones y ya se verá cuando
cicatricen las heridas y otros ocupen nuestros lugares. Fue bonito
mientras duró. No nos merecíamos un final así y al día siguiente
ya estamos incordiando otra vez.
La
lealtad, finalmente, se demuestra con hechos y con palabras, si es
que de verdad se piensa en los administrados, en sus afanes y en sus
cuitas. Pero también en el daño que se causa a aquellos que, en
determinado momento, confiaron en quienes, como versos sueltos,
desataron ambiciones personalistas y actúan con una
irresponsabilidad mayúscula, sin pensar por supuesto en los daños
que causan, pues les da igual la irresponsabilidad mayúscula.
Entonces, todo se va
descomponiendo. Y en el paisaje solo se aprecian los restos, aunque
se escuchen deseos de revancha y ansias de salvar lo que ya no se
sostiene ni con confianza ni con respeto ni con lealtad. La traición
pudo con todo.
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