Pocas actuaciones urbanísticas, desde luego, han sido un
cúmulo de infortunios y contradicciones como la remodelación del paseo san
Telmo en el Puerto de la Cruz. Desde la concepción del proyecto hasta su
ejecución -lenta ejecución- en nuestros días, media una notable controversia
social aún no resuelta, por cierto, desde un ángulo judicial, y que se ha visto
aderezada por circunstancias tan dispares como el rechazo a las firmas de
ciudadanos que, sin estar en desacuerdo con una mejora del bulevar, pedían
fuesen respetadas las señas de identidad patrimonial urbana; las
manifestaciones populares de rechazo; la discrepancia entre la plataforma ciudadana
Maresía y el Cabildo Insular a propósito de la declaración de Bien de Interés
Cultural (BIC); la desaparición -sin que jamás se haya sabido si fue
recuperado- de un tractor-grúa; el descubrimiento de unas fosas cercanas a la
ermita o la instalación de un acceso provisional a la acotada zona de baños que
ha merecido toda suerte de comentarios, nada elogiosos. Solo falta que el juez
competente dictaminase la reposición del muro de protección destruido -vaya
breva si cayera- para contrastar que una especie de maldición se ha cernido
sobre el proyecto y su materialización.
La penúltima
variación sobre el mismo tema -entiéndase el adjetivo ordinal como inevitable,
tal como han discurrido las cosas- la constituye el sobrevenido criterio de
conservar o fijar, previo adecuado y ajustado tratamiento, la rampa provisional
habilitada para la realización de los trabajos, principalmente para el
desplazamiento de la maquinaria que, desde la avenida Colón y las inmediaciones
de la ermita, ha de bajar hasta la arena de la playita y la terraza colindante.
Lo que va de
ayer a hoy. Asistimos en su día a la presentación del proyecto, cuando ya se
barruntaba -tal como dijimos a Fernando Senante, ex director gerente del
Consorcio- la gran contestación social que iba a tener si se advertía, como
ocurrió, indicios de destrucción. Entonces, se planteaba que la solución
técnica para superar las barreras y facilitar la movilidad de los
discapacitados era muy complicada, por no decir imposible, dados los
desniveles. Entre los respetables criterios de los responsables técnicos de la
obra y la falta de voluntad política -refugiada en tales criterios- parecía que
serían inamovibles las soluciones originarias. Ahora, a medida que se ha ido
configurando la aludida rampa, son los responsables políticos municipales
quienes abiertamente se muestran partidarios de su mantenimiento sobrevenido,
da igual -según ha podido leerse- que incumpla la Ley de Accesibilidad -a ver
cómo se justifica la infracción, si es que se consuma- o que se desconozca cuál
es su incidencia en los importes presupuestados del proyecto, sujetos, como se
sabe, a ciertos condicionantes de financiación. Naturalmente, la polémica tardó
poco en cobrar cuerpo y aún quedan aristas que retocar.
Lo dicho: un
cúmulo de sucesos que probablemente hayan hecho pensar a más de uno que, de
haberlo sabido, no hubieran emprendido. Entre sensibilidades populares,
desdichas, contradicciones e incumplimientos, es como si la desgracia se
hubiera cebado en el célebre paseo.
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