Hasta no hace mucho, el
‘otoño caliente’, por lo general, se identificaba con el nivel reivindicativo
de las centrales sindicales, dispuestas a movilizar hasta donde se pudiera para
equilibrar desfases salariales, liquidar cuentas pendientes en determinados
sectores productivos, prepararse convenientemente para afrontar planes o
determinaciones de los gobiernos que incidieran en el ámbito laboral y apretar
todo lo que se pudiera en la tramitación de la Ley de Presupuestos Generales
del Estado. Según el nivel o la trascendencia social de las movilizaciones, se
cumplía el adjetivo de la estación.
Pero el lugar común de la expresión, entre la crisis
sindicalista, el temor a ver reducido el nivel retributivo y hasta el miedo a
perder el puesto de trabajo, ha ido palideciendo, incluso como recurso
periodístico. O sea, ‘otoño caliente’ pero menos, casi un recuerdo nostálgico
para quienes protagonizaron luchas,
procesos de negociación y medidas ejecutivas para calmar o pacificar el
malestar de segmentos sociales.
El caso es que el empecinamiento del partido gubernamental
en tensar la cuerda, reposado en la ancha peana de la mayoría absoluta y
apurando, ahora que esta se agota, el cáliz de medidas reformistas (no importa
que no figurasen en ofertas programáticas: qué más da otro incumplimiento), le
conduce a una situación en los próximos meses francamente difícil de lidiar.
Es, como seguramente habrán adivinado, la modificación del sistema electoral
para que ocupen las alcaldías los candidatos más votados.
Rajoy, de donde partió la iniciativa que disfrazaba en un
contexto de “regeneración democrática” -todo lo que se quiera, menos eso
precisamente entraña esta medida- quiso pillar con el pie cambiado al principal
partido de la oposición, ocupado hasta hace poco en menesteres internos que le
impedían distinguir el bosque político general y el alcance de modificaciones
como esta. Fuimos de los primeros en señalar que, independientemente de
prosperar o no, era una medida con trampa, que mal deberían dar los sondeos de
opinión del estado mayor de los populares en cuanto a expectativas de voto como
para detectar de inmediato que se trataba de un asidero para salvar alcaldías. Es
decir, interés político partidista.
A medida que han pasado los meses y se han conocido más informaciones,
además del ritmo y la modulación política de los promotores que no parecen
dispuestos, por cierto, a dar marcha atrás, el marco del debate se ha ido
estrechando y enredando. Casi todos convienen en que una medida de este calado,
en realidad todo lo que tenga que ver con el sistema electoral, debe ser
consensuado. Al mismísimo Rajoy parece importarle un bledo aquella declaración
pública suya de que no ejecutaría lo que no llevaba en el programa electoral. Y
otra perla suya, de febrero del pasado año: “Yo nunca modificaría la ley
Electoral por mayoría. Creo que hay consensos básicos que hay que preservar”,
manifestaba en eldiario.es
Detectada la trampa, verificado
el interés propio con el que se quiere tirar hacia adelante, se van
concatenando y contrastando posiciones que incluso van más allá de enfoques e
interpretaciones con los que blandir la oposición a la iniciativa. El flanco
gubernamental quiere blindarse y juega con el factor tiempo a la espera de que
se sumen a la causa aliados inesperados o que aún no lo tienen muy claro. Claro
que el PP no contaba con que el personal tiene “ganas de marcha”, si se permite
la expresión, de modo que las discrepancias y las formulaciones teóricas, así
como las peticiones de comparecencias, mociones en las propias instituciones
locales y declaraciones puntuales empiezan a dejar paso a los anuncios de
movilizaciones por parte de organizaciones políticas progresistas que no se
recatan ya a la hora de hablar de cacicada, imposición, involucionismo o golpe
de mano a la democracia por lo que quieren hacer ver a la ciudadanía que esta
no es una pugna política más sino que es preciso boicotear la intentona
popular, incluso desde concentraciones y protestas en plazas y calles.
Eso hace presumir el otoño caliente. La pretendida reforma
no solo es inoportuna sino que no cuenta con el procedimiento político adecuado.
Parece poco democrática. Está claro que si se materializa estaríamos ante una
medida política precipitada, partidista y sin mínimas bases de consenso. El
Partido Popular suma ya contantes y sonantes descontentos como para embarcarse
en otro abuso de su mayoría parlamentaria. El suyo es un empecinamiento
políticamente dañino. Muy sombrío tiene que ser el panorama para intentar
forzar la situación sin anestesia, tratando de imponer a los demás las reglas
que más convienen a los conservadores. Si ya su credibilidad está muy mermada,
tal aferramiento, tamaña obstinación revela que la voluntad y el discurso de
regeneración democrática son más que dudosos.
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