Por si quedaban
imágenes de horror, espeluznantes, las del degollamiento de James Foley,
periodista de Estados Unidos secuestrado hace dos años en Siria, elevan a lo
indecible esa escalada de terror impuesta por la milicia del Estado Islámico.
Un periodista decapitado, con imágenes
adjuntas, engrosa los terribles métodos
islamistas con los que pretenden vengarse de los ataques aéreos sobre Irak.
Dice el presidente Obama que no tienen cabida en el siglo XXI. Que amigos y
aliados de todo el mundo comparten valores enraizados en todo lo contrario de
lo que se ha visto.
El vil asesinato de Foley, en medio de
un conflicto sangriento e inacabable que tendrá todas las razones
geoestratégicas que se quiera pero nadie entiende, es un “crimen abominable”, en
palabras de Ban Ki-moon. Sus padres pedían, inútilmente, misericordia.
Cuando un profesional de la información
muere en estas circunstancias, contrastamos algo más que dolor por muy lejos
que estén las escenas del suceso. Su deber era informar. No es que hiciera
mucho daño. Es que era un símbolo, otra víctima de la crueldad y sinrazón
humana, de las guerras donde no hay valores.
Y había que acabar con el símbolo a la
vista del mundo. Terrible.
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