Érase
un hombre a un volante pegado... si me permiten la licencia.
Es
admirable ver a Robert Patrick Spencer conducir su pequeño monoplaza
eléctrico para superar la diversidad funcional y escuchar su relato
natural de cómo lo utiliza en el interior de su vivienda, cercana al
refugio pesquero portuense.
Es
admirable que aquel corredor que conocimos en la década de los
sesenta y al que vimos competir en las avenidas de Martiánez y de
los polígonos, en circuitos urbanos, subidas y pruebas exigentes,
siga igual de lúcido, atento, amable, observador, haciendo gala de
su flema británica y honor a la generación de los “gentlemen
drivers” que competían por amor al vehículo, si nos aceptan la
expresión. Hasta nos permite que practiquemos el inglés en
conversaciones que versan sobre asuntos domésticos o sobre pequeños
accidentes en alguna carretera tinerfeña que no pasaron a mayores
por la eficaz intervención del servicio de mantenimiento del Cabildo
Insular y de algunos conductores solidarios.
Spencer
-el inglés, como decíamos los jóvenes de la época- fue un
excelente corredor pilotando el célebre 'Sumbean Tiger'
perteneciente al no menos célebre Team Fraser que
comandaba Alan, un lujo para el concesionario de la marca en
Tenerife, entonces 'Hernández Hermanos'. Si nuestra memoria no es
infiel, Alan Fraser terminó vendiendo a la citada firma sus “joyas”,
dos 'Hilmann Imp' y dos 'Sumbeam Tiger”, 280 y 260.
Es
uno de los protagonistas, por tanto, de la edad de oro del
automovilismo canario, cuando miles de aficionados se concentraban
para seguir las carreras que despertaban muchísimo expectación en
medios automovilísticos peninsulares y extranjeros. Al lado de
Chicho Reyes, Robert T. Waid, Rosendo del Toro, Pedro Cruz, Paco
Borges..., Spencer destacó con luz propia: seguro en la conducción,
diestro en las curvas, respetuoso con los adversarios. Fue primero en
el IV Gran Premio de Tenerife, en 1968; y tercer clasificado en la
sexta edición, dos años después.
Ahora
es un placer verle haciendo accesible lo que no parece. Puede que sea
una obviedad y que, por tanto, es preferible no escribirla, pero la
pericia de entonces tiene que servirle para recorrer calles y cuestas
y para entrar en establecimientos donde hace gala de su amabilidad y
donde cuenta su experiencias con un cierto aire didáctico que
encandila incluso a los profanos del motor y de la dependencia.
Conversar
con Robert es hacerlo con soltura: su memoria es una fiel consejera.
Su capacidad analítica le impulsa a hablar con sosiego y ganas de
encontrar una salida constructiva, como cuando derrapaba tras una
curva difícil o cambiaba de marcha en las rectas para explotar al
máximo su automóvil. Lo dicho: un caballero, un ganador entonces y
un ganador ahora cuando las barreras físicas y las vías urbanas
sobreocupadas requieren de prudencia y habilidad para sortearlas.
A
fe que lo hace. No en vano sigue siendo un hombre a un volante
pegado.
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