Aunque no lo parezca, el protocolo acarrea codazos, empujones, miradas que matan, malhumor, contrariedades, disgustos, empecinamientos y desahogos en forma de protesta verbal o de cartas que suelen concluir advirtiendo que no se está dispuesto a reeditar la situación, casi siempre invocando la representación institucional. Algunas escenas hemos visto: enfados, defensas estrictas de la norma reguladora, quejas por maltrato elevadas al convocante, gestos y soluciones sobre la marcha.
Los responsables suelen atribuir la culpa a algunos cargos públicos que demuestran ignorancia, intransigencia y hasta mala educación. El afán por estar delante de o antes que lo complica todo. Es un afán de notoriedad mal entendido y con frecuencia, peor traducido.
Los hay que aceptan sin más las indicaciones que reciben. Ni se inmutan. Se ponen donde les colocan. Los hay que llegan tarde y, además de dar la nota, trastocan las primeras localizaciones. Suele ocurrir que algunos, a su hora o con el acto empezado, esgrimen su condición para solicitar -a veces de forma poco ortodoxa- una nueva o mejor ubicación. Hay quienes anunciaron previamente que no asistirían y luego se presentan sin avisar. No faltan los que no estando invitados, aparecen. Varios reclaman sistemáticamente, pese a que en distintas ocasiones les hayan explicado que no, que su cargo o representación no puede ir antes o más arriba. En definitiva, lo que debería ser una realización normal -y hasta rutinaria- por estar aparentemente reglada, a menudo se complica, dando lugar a momentos de tensión o tirantez que sólo se resuelven con cordura y voluntad de no enredar más la situación. El problema es que queda poco margen para la improvisación. De hecho, el protocolo, por naturaleza, huye de ese factor.
Esa complicación se acentúa cuando los invitados y asistentes al acto o a la recepción están de pie. En un auditorio, con sillas o butacas, no se produce pues se supone que están reservadas y hasta debidamente identificadas. Pero si al aire libre o en un recinto está el personal de pie, surgen las dificultades. Los segundos planos o las terceras filas son difícilmente aceptables. Se piensa en la foto o en las imágenes televisivas. Y casi nadie quiere quedar fuera de las mismas.
La prelación, mejor dicho, las precedencias. Ese es el quid de la cuestión. El asunto aparece regulado en el célebre Real Decreto 2099/1983 por el que se aprueba el Ordenamiento General de Precedencias en el Estado. Hace unos meses, expertos y responsables institucionales de protocolo de toda España se reunieron en Las Palmas de Gran Canaria para analizar las dificultades que han ido surgiendo para su aplicación, a medida que han ido surgiendo nuevas estructuras político-institucionales y nuevas figuras representativas. En nuestra Comunidad Autónoma, precisamente, se registra una de esas dificultades: el lugar reservado a los presidentes de los cabildos insulares. Demasiado bajo, el 38, que no se corresponde, naturalmente, con la importancia de la institución. Una especie de pacto tácito entre los que lidian estos menesteres y la propia anuencia de las autoridades insulares sortea la evidencia de los titulares cabildicios.
El protocolo, guste o no, es un saber y un hacer directamente referido a la comunicación social. Es considerado un arte antes que una ciencia. Es normal, por tanto, que sea objeto de investigación dado que puede haber diversos criterios de interpretación. Tal como se desprende de lo tratado en la capital grancanaria, la materia ha alcanzado una madurez en el estadio profesional y ahora intenta abordar una construcción disciplinar teórica, suponemos que con un objetivo claro de homogenización que facilite el trabajo de quienes velan para que el protocolo se note y sea respetado.
Ordenación, jerarquía, armonización… Sobre estos principios descansa ese arte. Hay que cultivarlo porque el protocolo es la primera señal de rigor visible y apreciable en cada acto. No sólo a quienes afecta sino a quienes son meros espectadores.
Los responsables suelen atribuir la culpa a algunos cargos públicos que demuestran ignorancia, intransigencia y hasta mala educación. El afán por estar delante de o antes que lo complica todo. Es un afán de notoriedad mal entendido y con frecuencia, peor traducido.
Los hay que aceptan sin más las indicaciones que reciben. Ni se inmutan. Se ponen donde les colocan. Los hay que llegan tarde y, además de dar la nota, trastocan las primeras localizaciones. Suele ocurrir que algunos, a su hora o con el acto empezado, esgrimen su condición para solicitar -a veces de forma poco ortodoxa- una nueva o mejor ubicación. Hay quienes anunciaron previamente que no asistirían y luego se presentan sin avisar. No faltan los que no estando invitados, aparecen. Varios reclaman sistemáticamente, pese a que en distintas ocasiones les hayan explicado que no, que su cargo o representación no puede ir antes o más arriba. En definitiva, lo que debería ser una realización normal -y hasta rutinaria- por estar aparentemente reglada, a menudo se complica, dando lugar a momentos de tensión o tirantez que sólo se resuelven con cordura y voluntad de no enredar más la situación. El problema es que queda poco margen para la improvisación. De hecho, el protocolo, por naturaleza, huye de ese factor.
Esa complicación se acentúa cuando los invitados y asistentes al acto o a la recepción están de pie. En un auditorio, con sillas o butacas, no se produce pues se supone que están reservadas y hasta debidamente identificadas. Pero si al aire libre o en un recinto está el personal de pie, surgen las dificultades. Los segundos planos o las terceras filas son difícilmente aceptables. Se piensa en la foto o en las imágenes televisivas. Y casi nadie quiere quedar fuera de las mismas.
La prelación, mejor dicho, las precedencias. Ese es el quid de la cuestión. El asunto aparece regulado en el célebre Real Decreto 2099/1983 por el que se aprueba el Ordenamiento General de Precedencias en el Estado. Hace unos meses, expertos y responsables institucionales de protocolo de toda España se reunieron en Las Palmas de Gran Canaria para analizar las dificultades que han ido surgiendo para su aplicación, a medida que han ido surgiendo nuevas estructuras político-institucionales y nuevas figuras representativas. En nuestra Comunidad Autónoma, precisamente, se registra una de esas dificultades: el lugar reservado a los presidentes de los cabildos insulares. Demasiado bajo, el 38, que no se corresponde, naturalmente, con la importancia de la institución. Una especie de pacto tácito entre los que lidian estos menesteres y la propia anuencia de las autoridades insulares sortea la evidencia de los titulares cabildicios.
El protocolo, guste o no, es un saber y un hacer directamente referido a la comunicación social. Es considerado un arte antes que una ciencia. Es normal, por tanto, que sea objeto de investigación dado que puede haber diversos criterios de interpretación. Tal como se desprende de lo tratado en la capital grancanaria, la materia ha alcanzado una madurez en el estadio profesional y ahora intenta abordar una construcción disciplinar teórica, suponemos que con un objetivo claro de homogenización que facilite el trabajo de quienes velan para que el protocolo se note y sea respetado.
Ordenación, jerarquía, armonización… Sobre estos principios descansa ese arte. Hay que cultivarlo porque el protocolo es la primera señal de rigor visible y apreciable en cada acto. No sólo a quienes afecta sino a quienes son meros espectadores.
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